Democracia cosmopolita

 

La Democracia Cosmopolita 

Por Daniele Archibugi
La victoria de los Estados liberales de Occidente, que puso fin a la Guerra
Fría, infundió la esperanza de que las relaciones internacionales pudieran
guiarse por los ideales de la democracia y el imperio de la ley. A principios
de los años noventa, un grupo de pensadores desarrolló el proyecto
político de la democracia cosmopolita, con el fin de proporcionar
argumentos intelectuales a favor de una ampliación de la democracia,
tanto dentro de los Estados como en el ámbito mundial. Aunque se han
logrado algunos éxitos significativos en cuanto a democratización dentro
de los Estados, mucho menos se ha alcanzado en la democratización del
sistema mundial.

La victoria de Occidente sobre el sistema soviético hizo que muchos optimistas creyeran que se habían abierto las puertas a la democracia como forma dominante de gobierno en el mundo. De hecho, bajo la presión de los movimientos populares, muchos países del Este, y también del Sur, adoptaron constituciones democráticas y, a pesar de las innumerables contradicciones de estas democracias
nacientes, el autogobierno se ha ido ampliando y consolidando lentamente. Pero, no ha ocurrido lo mismo con un hecho adicional e igualmente importante y que debería haber acompañado la victoria de los Estados liberales: la ampliación de la democracia también como una modalidad de gobernanza mundial.
Era natural suponer que la globalización afectaría no sólo a la producción, las finanzas, la tecnología, los medios de comunicación y la moda, sino también al sistema político internacional, lo que desembocaría también en una globalización de la democracia. La noción de “democracia globalizante” se podía entender como un fenómeno que afecta a los regímenes internos de los diversos Estados, pero también como una nueva forma de entender y regular las relaciones políticas mundiales. Una vez eliminada la amenaza nuclear, muchos pensadores insta ron a los Estados occidentales a que aplicaran progresivamente sus principios de imperio de la ley y participación compartida también en el ámbito de los asuntos internacionales. Esta era la idea básica que subyacía tras la democracia cosmopolita:
globalizar la democracia al mismo tiempo que se democratizaba la globalización.

Los gobiernos de los principales Estados liberales de Occidente no han respondido a estos llamamientos. Con la única excepción de la Corte Penal Internacional, no se ha producido ninguna reforma institucional importante desde el final de la Guerra Fría. Por otra parte, se ha seguido utilizando la guerra como mecanismo para resolver controversias, se vulnera el derecho internacional constantemente, y la ayuda económica a los países en desarrollo disminuye en lugar de aumentar. Sectores significativos de la opinión pública del Norte se han manifestado contra la política exterior de sus gobiernos. Pero, cuando los gobiernos occidentales son censurados por su conducta internacional, éstos justifican sus actos
con un peligroso silogismo: “puesto que hemos sido elegidos democráticamente, no podemos ser culpables de delitos”. Puede que estos gobiernos hayan sido elegidos democráticamente, y que hayan respetado el imperio de la ley en el interior, pero ¿cabe mantener lo mismo en relación a los asuntos exteriores? La peligrosa doble moral caracteriza incluso el debate intelectual sobre la democracia. Los defensores más firmes de la democracia dentro de los Estados suelen volverse escépticos, incluso cínicos, ante la hipótesis de una democracia mundial. Dahrendorf resolvió la cuestión precipitadamente declarando que proponer una democracia mundial es como “ladrar a la luna”,2 mientras Dahl concluía,
con más elegancia, que “el sistema internacional estará por debajo de cualquier umbral razonable de democracia”.3 Sin embargo, la democracia cosmopolita sigue asumiendo los riesgos que conlleva proponer la implantación de una sociedad democrática dentro de, entre y más allá de los Estados.

Siete supuestos para la democracia cosmopolita

La lógica en la que se basa la búsqueda de la democracia cosmopolita depende
de los siguientes supuestos:
• La democracia debe conceptualizarse como un proceso, y no como un conjunto
de normas y procedimientos.
• Un sistema beligerante de Estados dificulta la democracia en el interior de los
Estados.
• La democracia dentro de los Estados favorece la paz, pero no produce necesariamente
una política exterior virtuosa.
• La democracia mundial no es sólo el logro de la democracia dentro de cada Estado.
• La globalización erosiona la autonomía política de los Estados y, por tanto, reduce
la eficacia de la democracia basada en el Estado.
• Las comunidades de interesados en un número pertinente y creciente de cuestiones
específicas no coinciden necesariamente con las fronteras territoriales de los
Estados.
• La globalización engendra nuevos movimientos sociales comprometidos con
asuntos que afectan a otros individuos y comunidades, incluso geográfica y culturalmente
muy alejados de su propia comunidad política.

La democracia debe conceptualizarse como un proceso, y no como un conjunto de normas y procedimientos La democracia no se puede entender en términos estáticos. Esto se demuestra
cuando los Estados con las tradiciones democráticas más arraigadas, cada vez más, ponen a prueba a la democracia en aguas inexploradas. Por ejemplo, en relación a que el número de titulares de derechos en la mayoría de las democracias desarrolladas está aumentando: minorías, inmigrantes, generaciones futuras,
incluso animales, gozan ahora de un conjunto concreto de derechos. Los procedimientos para tomar decisiones están una vez más en disputa, como indica el debate sobre la democracia deliberativa,4 mientras el problema de la suma de preferencias políticas, planteado inicialmente por Condorcet, está de nuevo en el centro del debate. Por un lado, se ha subrayado que la democracia no se puede expresar sólo en términos del principio de la mayoría.5 Por otro, a menudo se propone que se preste consideración no sólo a la suma aritmética de preferencias individuales, sino también a cómo diferentes individuos se ven afectados por una decisión determinada.
El debate en el seno de la teoría democrática nunca ha sido tan enérgico como en la última década del siglo XX —precisamente la misma década que fue testigo de la supuesta victoria de la democracia—. ¿Qué conclusiones se podrían extraer de todo esto? En primer lugar, la comprensión de que el proceso de la democracia está “inacabado” y lejos de haber llegado a su conclusión.6 Generalizando esta afirmación, debería verse la democracia como un proceso “sin fin”, de tal modo que carecemos de capacidad para predecir hoy la dirección hacia la que las generaciones futuras encaminarán las formas de contestación, participación y gestión. Estos supuestos sitúan la democracia no sólo en un contexto histórico, sino también dentro de la evolución histórica específica de cada comunidad política. Por tanto, es decisiva la forma en que se valoran efectivamente los sistemas políticos: todos los sistemas democráticos pueden evaluarse con más eficacia a partir de una escala relativa a su propio desarrollo, y no con una dicotomía simplista democracia/no-democracia. Esto implicaría que, para evaluar el sistema político de un Estado, hace falta tener en cuenta tanto el grado de democracia como el camino que lleva a ella.7

Un sistema beligerante de Estados dificulta la democracia en el interior de los Estados La ausencia de un clima internacional pacífico tiene como efecto bloquear la disidencia, modificar la oposición e inhibir la libertad dentro de los Estados. Los derechos de los ciudadanos son limitados y, para satisfacer la necesidad de seguridad, se dañan las libertades civiles y políticas. Esto no es nuevo. Durante la Guerra
Fría: en el Este, la amenaza externa se utilizó como herramienta para inhibir la democracia, mientras que en Occidente se utilizó para limitar su potencial.8 Al mismo tiempo, los dirigentes –los democráticos no menos que los autocráticos alimentaron el enfrentamiento como un instrumento para mantener el dominio en el interior.
En la actualidad, los extremistas –incluso en los Estados democráticos– siguen reforzando el poder alimentando las llamas del conflicto internacional. Por tanto, el desarrollo de la democracia se ha visto limitado tanto por la ausencia de condiciones externas favorables como por la ausencia de voluntad para crearlas. Aun hoy, los peligros del terrorismo han provocado una limitación impuesta a los derechos
civiles en muchos Estados. Por consiguiente, resulta significativo que el reciente proyecto del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral evalúe el grado de democracia dentro de un Estado,9 posiblemente por primera vez, basándose también en cómo valoran los ciudadanos la política exterior de su gobierno y en el entorno político internacional en su conjunto; reconociendo así
que un orden internacional fundado en la paz y en el imperio de la ley es una condición necesaria para el progreso de la democracia dentro de los Estados. La democracia dentro de los Estados favorece la paz, pero no produce necesariamente una política exterior virtuosa La presencia de instituciones democráticas dificulta la capacidad de los gobiernos para entrar en guerras insensatas que ponen en peligro la vida y el bienestar de sus ciudadanos. Una noble tradición liberal ha señalado que los autócratas son más proclives a los conflictos, mientras que los gobiernos que rinden cuentas ante su pueblo se inclinan a contener el conflicto. Jeremy Bentham (1786-89) mantenía que para reducir las probabilidades de entrar en una guerra, era necesario abolir la práctica del secreto dentro del Ministerio de Asuntos Exteriores y permitir que los ciudadanos confirmen que las políticas exteriores sirven a sus intereses. James Madison (1792) creía que para impedir que se produjeran conflictos, los gobiernos debían estar sometidos a la voluntad del pueblo. Immanuel Kant sostuvo que si un Estado adoptaba una Constitución republicana, las probabilidades de ir a la guerra serían escasas y espaciadas, puesto que “si se exigiera la aprobación de los ciudadanos sobre si ir o no a la guerra, no habría nada más natural que estos [ciudadanos] –una vez reconocida su responsabilidad sobre las calamidades causadas por la guerra– dedicaran al asunto una considerable reflexión antes de entrar en un juego tan perverso”. 10
El debate sobre la hipótesis de que “las democracias no luchan entre sí” sugiere una conexión, causal y precisa, que vincula los sistemas internos de los Estados con la paz en el ámbito internacional.11 Según un silogismo que nunca se hace explícito, cabe atribuir la persistencia de la guerra a la presencia de Estados no democráticos. En consecuencia, se puede garantizar una comunidad pacífica en el ámbito internacional actuando únicamente sobre los sistemas políticos internos de los Estados. Pero los Estados democráticos no aplican necesariamente a su política exterior los mismos principios y valores sobre los que construyen su sistema interno.
Por supuesto, los teóricos realistas no esperarían que la impronta democrática de un régimen implicara necesariamente una política exterior más virtuosa, y la democracia cosmopolita acepta esta lección de los realistas sobre la ausencia de coherencia necesaria entre la política nacional y la exterior. Sin embargo, señala dos virtudes ocultas de los regímenes democráticos que quizá les permita unir los elementos “reales” y los “ideales” de sus políticas exteriores. La primera es el interés de los Estados en generar organizaciones internacionales y participar en ellas y en favorecer asociaciones transnacionales.12 La segunda es la tendencia de los Estados a fomentar un mayor respeto a las normas cuando éstas son compartidas por comunidades que se reconocen mutuamente como análogas.13

La democracia mundial no es sólo el logro de la democracia dentro de cada Estado
Es alentador que en el mundo contemporáneo haya hasta 120 Estados con gobiernos elegidos. Comparar esta cifra con los 41 Estados democráticos de 1974 y los 76 de 1990 da cuenta de la extensión de la democracia en el mundo, si bien a menudo en formas imperfectas. Larry Diamond (2002) ha predicho que dentro de una generación los gobiernos democráticos podrían gobernar todos los Estados del mundo.14 Diamond y el grupo de especialistas agrupados en torno al Journal of Democracy han desarrollado una agenda muy fructífera para explorar las condiciones que favorecen y dificultan el desarrollo y la consolidación de la democracia. Sin embargo, han ignorado la agenda paralela que aborda la democracia
cosmopolita, a saber, la democratización del sistema internacional, así como de sus Estados miembros individuales.
Aunque el logro de la democracia dentro de un mayor número de Estados bien podría fortalecer el imperio de la ley internacional, así como reducir las condiciones que pueden llevar a la guerra, no es una condición suficiente en la que basar la reforma democrática de las relaciones internacionales.15 Un número creciente de Estados democráticos facilitará la lucha por la democracia mundial, pero no la
conseguirá de forma automática. La democracia mundial, que no se puede entender únicamente en términos de “ausencia de guerra”, exige la ampliación de la democracia también a nivel mundial. A tal fin, resulta crucial identificar las herramientas legítimas que los Estados democráticos podrían utilizar para ampliar la democracia en los Estados autocráticos; el uso de medios no democráticos es claramente
contradictorio con un fin democrático. La globalización erosiona la autonomía política de los Estados y, por tanto, reduce la eficacia de la democracia basada en el Estado Sería difícil imaginar hoy a la comunidad política de un Estado con un destino totalmente autónomo e independiente. Las opciones políticas de cada Estado están vinculadas a un conjunto de obligaciones (por ejemplo, las determinadas
por los acuerdos suscritos entre Estados). Aún más importantes son las conexiones de hecho que unen a una determinada comunidad con políticas que se han elaborado en otro lugar.16 Aunque la dicotomía tradicional interno/externo parte de la existencia de una separación definida entre las dos dimensiones, éstas aparecen progresivamente conectadas, como ha subrayado la bibliografía sobre regímenes
internacionales.17 Las áreas en las que la comunidad política de un Estado puede tomar decisiones autónomas disminuyen, lo que nos lleva a la pregunta: ¿por medio de qué clase de estructuras podrán deliberar democráticamente las diversas comunidades políticas sobre asuntos que son de interés común?

Las comunidades de interesados no se corresponden necesariamente con las fronteras nacionales
Podemos identificar dos conjuntos de intereses que superan las fronteras de los Estados. Por un lado, están los asuntos que afectan a todos los habitantes del planeta. Muchos problemas del medio ambiente son auténticamente mundiales, puesto que influyen en el destino de los individuos con independencia de su nacionalidad. 18 Pero también hay cuestiones transfronterizas que afectan a comunidades
más restringidas. La gestión de un lago rodeado de cinco Estados diferentes, la existencia de una comunidad religiosa o lingüística con miembros repartidos en zonas remotas del mundo, la dependencia de trabajadores en más de un Estado de las opciones estratégicas de la misma empresa multinacional, la opción ética de una sociedad profesional especializada; son cuestiones que no se pueden abordar democráticamente dentro de la comunidad política de un Estado. En la mayoría de los casos, estas “comunidades de destino con elementos en común”19 carecen de los medios necesarios para influir en las opciones políticas que afectan a su destino. Los gobiernos han creado organizaciones intergubernamentales (OIG) específicas, pero están dominadas por funcionarios en lugar de interesados,
y esto hace que dichas instituciones se inclinen a favorecer políticas que priman los intereses de los Estados en lugar de los intereses de los afectados. Incluso en casos en los que todos los gobiernos son elegidos, el proceso político sobre estos asuntos no sigue el principio democrático, según el cual todos los afectados pueden participar en la toma de decisiones. Por ejemplo, los experimentos nucleares realizados por el gobierno francés en 1996 en la isla de Mururoa, en el Pacífico sur: la decisión de llevarlos a cabo se basó en los procedimientos de un Estado con una larga tradición democrática. Pero, la principal comunidad de afectados era manifiestamente diferente de la comunidad política puesto que el público francés no estaba expuesto a la posible radiación nuclear, pero recibía la (supuesta) ventaja en términos de seguridad nacional y energía nuclear. La población francesa habría tenido una reacción diferente si esos mismos experimentos se hubieran realizado en los alrededores de París. En contraste, las desventajas medioambientales las experimentaron exclusivamente las comunidades que viven en el Pacífico sur. Los ejemplos en los que la comunidad política de un Estado diverge de aquellas comunidades cuyos intereses se ven más afectados aumentan. El papel de los interesados en una comunidad democrática está reconocido desde hace tiempo: la teoría democrática intenta tener en cuenta no sólo la suma de cada preferencia individual, sino también de cuánta fuerza dispone cada individuo en una opción concreta. De modo similar, una parte significativa de la teoría democrática contemporánea, inspirada por Rousseau, está comprometida con el análisis del proceso relativo a la formación de preferencias, más que a su suma.20 Este es uno de los muchos ámbitos en los que se están desarrollando la teoría y la práctica de la democracia, aunque aún no se tiene en cuenta en el ámbito internacional. 21 ¿Se pueden seguir ignorando dentro de un orden democrático los asuntos que afectan a los interesados que no están aliados a un único Estado?

Participación mundial
No es sólo un interés común lo que acerca a las poblaciones entre sí. Incluso Kant señaló que “en referencia a la asociación de las poblaciones del mundo uno ha llegado progresivamente a la indicación de que la violación de un derecho en cualquier punto de la Tierra es advertida en todos sus puntos”.22 Junto con la violación de los derechos humanos, la preocupación por las catástrofes naturales, las condiciones de pobreza extrema y riesgos medioambientales también unen cada vez más a las diversas poblaciones de este planeta. Los seres humanos son capaces de una solidaridad que a menudo se extiende más allá de los perímetros de su Estado. Las encuestas sobre la identidad política de los habitantes de la Tierra han mostrado que el 15% ya afirma que su identidad principal es regional o global, frente al 38% que sostiene que es nacional y el 47% que es local.23 Sólo una minoría de la población mundial se identifica principalmente con las instituciones que dependen del monopolio weberiano del uso legitimado de la fuerza. El surgimiento de identidades múltiples podría desembocar también en múltiples capas
de gobernanza. Si a esto le añadiéramos la creciente identidad mundial entre los jóvenes y entre los que tienen un nivel cultural más elevado, es legítimo preguntarse sobre los resultados de estas encuestas dentro de 10, 50 ó 100 años.

Este sentimiento de pertenecer al planeta se expresa también por medio de la formación de un número cada vez mayor de organizaciones no gubernamentales (ONG) y movimientos mundiales.24 Como señalan Falk y Habermas,25 existe una esfera pública internacional emergente.26 Aunque hay una tendencia a exagerar el alcance respecto a que los ciudadanos participan en asuntos que no afectan directamente a su comunidad política,27 el sentimiento de pertenecer a una comunidad planetaria y de emprender acciones públicas a favor de la comunidad mundial es, sin embargo, cada vez mayor. Se ha observado que la necesidad de realizar la asociación política entre poblaciones diversas no es sólo una respuesta decisiva a las presiones de la globalización,28 sino que también responde a esta creciente
sensación de pertenecer a una comunidad planetaria. La globalización refuerza la necesidad de coordinación de políticas interestatales, pero debe recordarse que la empatía de los individuos por las cuestiones planetarias seguiría floreciendo incluso si fuera posible restablecer las condiciones autónomas de cada Estado.


La estructura de la democracia cosmopolita
Estas cuestiones son viejas y nuevas. Viejas porque pertenecen a ese viaje a la democracia que aún hay que realizar; y que resurgen periódicamente tanto en la teoría como en la práctica. Nuevas porque las transformaciones económicas, sociales y culturales mundiales están ejerciendo presión sobre la cuna de la democracia: desde la polis al Estado-nación.29 No es la primera vez que la democracia ha sufrido una transformación para sobrevivir.30 Cuando los colonos americanos comenzaron a planificar un sistema participativo basado en el sufragio universal para todos los varones blancos adultos dentro de un área geográfica mayor que la que abarcaba cualquier otro sistema democrático organizado previamente –fuera
la polis griega o las repúblicas del Renacimiento italiano–, la palabra “democracia” se evitaba cuidadosamente. La “democracia” habría evocado la democracia “directa”, que habría sido inviable en esas condiciones. Tom Paine definió la democracia directa como “simple”,31 mientras los autores del Federalist preferían la palabra “república” porque “en una democracia el pueblo se reúne y ejerce el gobierno en persona; en una república, se reúne y la administra por medio de los representantes
y agentes”.32 Por muy maleable que fuera, a lo largo de su historia la democracia se ha atenido a ciertos valores: la igualdad de los ciudadanos ante la ley, el principio de la mayoría, la obligación del gobierno de actuar en interés de todos, la necesidad de que las mayorías fueran transitorias y no perpetuas, la idea de que la deliberación debía ser el resultado de un enfrentamiento público entre posiciones divergentes. La pregunta crucial para la era global es: ¿cómo puede conservar la democracia sus valores básicos y aun así adaptarse a las nuevas circunstancias y cuestiones?
La mejor forma de conceptualizar la democracia cosmopolita es verla en función de sus diferentes niveles de gobernanza. Estos niveles no están vinculados tanto a una relación jerárquica como a un conjunto de relaciones funcionales. Indico cinco dimensiones paradigmáticas: local, estatal, interestatal, regional y mundial. Estos niveles se corresponden a lo que Michael Mann define como las redes de la interacción social socio espacial.33 El supuesto del valor universal de la democracia exige probar cómo pueden aplicarse sus normas a cada uno de estos niveles.


El nivel local
Es difícil imaginar una democracia nacional sin una red local de instituciones, asociaciones y movimientos democráticos. Hoy, sin embargo, las dimensiones locales no son ajenas a la dimensión mundial. Dado que los Estados rara vez están deseosos de transferir competencias sobre cuestiones específicas a instituciones interlocales pero transfronterizas, los actores implicados suelen verse obligados a ampliar sus actividades más allá de sus jurisdicciones asignadas. Por tanto, las organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales diseñadas para unir comunidades y órganos locales que no pertenecen al mismo Estado están creciendo de forma significativa.34 La democracia cosmopolita apoya este fortaleci- miento, cuando es necesario y posible, de la estructura del gobierno local, incluso cuando esto exige cruzar las fronteras de más de un Estado.35

El nivel estatal
Hasta la fecha, menos de la mitad de los Estados del mundo han adoptado un sistema político que se corresponda a la interpretación contemporánea de democracia. 36 Aunque el ideal de democracia ha convertido incluso a sus antiguos oponentes, su afirmación en todo el mundo sigue estando lejos de obtenerse. Las nuevas democracias están en constante peligro, afrontan una lucha diaria por la consolidación, y ni siquiera los ciudadanos de los sistemas democráticos más avanzados
están totalmente satisfechos con sus regímenes.37
Estudiando la cuestión de la ampliación de la democracia desde un nivel estatal a un sistema mundial, veo a cada uno de los Estados democráticos (incompletos) existentes tanto como un laboratorio de democracia cosmopolita como un agente. Por ejemplo, se pide ahora a los Estados que concedan derechos a individuos a los que tradicionalmente se les habían denegado, como refugiados e inmigrantes.
Falta mucho para que se conceda a los extranjeros iguales derechos que los que disfrutan los nacionales de un Estado,38 pero esta cuestión pone de relieve cómo afrontan actualmente los Estados democráticos el dilema de a quién consideran ciudadanos: ¿a los nacidos en una comunidad determinada? ¿A los que
viven y pagan impuestos? ¿A los que simplemente querrían ser ciudadanos de una determinada comunidad democrática? Incluso dentro de una comunidad particular se diferencian los derechos de diversos grupos y ciudadanos. Una de las novedades más relevantes de la teoría moderna de la ciudadanía se refiere al reconocimiento de derechos específicos para comunidades con identidades religiosas,
culturales y étnicas particulares. Un Estado democrático, se nos dice, no se basa exclusivamente en una idea de igualdad, sino también en el reconocimiento de la diversidad, incluso en aprovechar al máximo la heterogeneidad.39 Pero, reconocer la diversidad dentro de una comunidad política determinada hace que
sus fronteras se debiliten. ¿Por qué deberíamos considerar miembros de nuestra comunidad a individuos que hablan una lengua, profesan una religión y tienen una cultura diferentes de las nuestras pero tienen el mismo pasaporte; al mismo tiempo que consideramos a individuos que comparten una mayor afinidad con nosotros, pero tienen una nacionalidad diferente de la nuestra, miembros de una comunidad
extranjera? Para encontrar buenas razones para ser cosmopolitas no tenemos que cruzar necesariamente las fronteras del Estado; basta con mirar nuestras escuelas y hospitales.
Junto con su dimensión interna, un Estado también se caracteriza por ser miembro de la comunidad internacional. Entonces, ¿qué es lo que distingue a un miembro democrático de uno que no lo es? John Rawls ha intentado determinar cuál debería ser la política exterior de un Estado liberal formulando un conjunto de preceptos que dicho Estado debería observar unilateralmente.40 Aunque en su mayor parte aquí tomo los preceptos de Rawls como orientaciones para una política exterior democrática, este autor no apela ni una sola vez a la necesidad de que los Estados cumplan los acuerdos interestatales, sino que deja a los Estados –como hacía la concepción del derecho internacional anterior a Naciones Unidas–
el derecho a dictar de forma autónoma sus propias normas y reglas. En mi opinión, un Estado liberal debe distinguirse no sólo por la sustancia de su política exterior, sino también por la voluntad de seguir unos procedimientos comunes. Así, un buen ciudadano de la comunidad internacional se distingue por respetar
activamente unas normas comunes, así como por producirlas.41

El nivel interestatal
La presencia de OIG es un indicador de la voluntad de ampliar al nivel interestatal varios principios democráticos (igualdad formal entre los Estados miembros, rendición pública de cuentas, imperio de la ley) pero, al mismo tiempo, es también una expresión de las dificultades que conlleva lograrlo. No hace falta ser partidario de la democracia, ni de su dimensión cosmopolita, para apoyar el trabajo de las OIG;
su obligación es facilitar el trabajo de los Estados –sean democráticos o autocráticos– al menos tanto como limitar su soberanía. Aunque los pensadores estatistas, funcionalistas y federalistas sostienen opiniones diferentes sobre la función y el desarrollo futuros de las OIG, están igualmente a favor de ellas.
¿Podríamos considerar las OIG instituciones democráticas? Y, en caso negativo, 42 ¿podrían convertirse alguna vez en instituciones democráticas? La acusación de déficit democrático se esgrime cada vez con mayor frecuencia no sólo respecto de la Unión Europea (UE), sino también de otras organizaciones, empezando por Naciones Unidas. Por ejemplo, con ocasión de su cincuentenario, y de nuevo al inicio del milenio, se recomendó que se aumentara el poder, la transparencia, la legitimidad y la rendición de cuentas democrática de la ONU.43 Pero, consideremos la aplicación en el ámbito mundial de uno de los principios clave de la democracia: el de la mayoría. No está claro cómo su introducción aumentaría la
democracia en el seno de la ONU, puesto que los criterios para pertenecer a la misma no exigen que el Estado sea democrático.44 Un Estado democrático puede, en general, tener razones de peso para dudar
antes de aceptar un principio mayoritario cuando muchos de los representantes en estas OIG no han sido elegidos, y aun más si las competencias de la organización se amplían a asuntos que afectan cuestiones internas. Ni siquiera si las OIG admitieran como miembros sólo a Estados democráticos, como en el caso de la UE, habría garantía de que el proceso de toma de decisiones respeta las preferencias de la mayoría de los interesados. La mayor parte de las OIG se basan en la igualdad formal de sus Estados miembros, y esto a su vez garantiza a cada Estado el derecho a un voto, con independencia de su población, poder político y militar, e implicación en las decisiones que se adoptan. En la Asamblea General de la ONU
tienen la mayoría los Estados miembros cuyo número total de habitantes representa el 5% de toda la población del planeta. ¿Sería un sistema más democrático si el valor del voto de cada Estado fuera proporcional a su población? En tal caso, seis Estados (China, India, EEUU, Indonesia, Brasil y Rusia) que representan más de la mitad de la población mundial tendrían una mayoría estable. Así pues, las OIG
ilustran cómo el principio de la mayoría es difícil de aplicar en el ámbito interestatal.

Sin embargo, no se puede ignorar el principio de la mayoría. Sin duda, el poder de veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU va en contra de todos los principios tradicionales de la democracia. Dentro del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, los derechos de voto de los Estados miembros se miden, de forma antidemocrática, en función de las contribuciones económicas. Dentro de las cumbres del G7 y el G8, que no son formalmente OIG debido a la inexistencia de unos estatutos, un grupo de gobiernos toma decisiones que tienen consecuencias para todo el planeta. Y la principal alianza militar contemporánea del mundo, la OTAN –integrada casi en su totalidad por Estados democráticos– en varias ocasiones ha obstaculizado las relaciones democráticas
entre Estados en lugar de facilitarlas.
Por otra parte, la participación de los individuos afectados en los procesos de toma de decisiones dentro de las OIG, cuando no está del todo ausente, suele limitarse a una función meramente decorativa. Con la excepción de la UE, que tiene un parlamento elegido, ninguna otra OIG prevé un papel participativo en el proceso de toma de decisiones para los ciudadanos de sus miembros. Dahl tiene mucha razón cuando señala las numerosas dificultades que afrontan las OIG en sus intentos de lograr un proceso de toma de decisiones que cumpla las condiciones de la democracia.46 Sin embargo, esto no debe disuadir a las OIG de buscar soluciones democráticas, sino que debería tomarse como un incentivo para situar esta cuestión en el centro de su agenda. Son numerosos los proyectos y campañas puestos en marcha para la reforma y la democratización de la ONU y otras ONG y que exigen adoptar una postura por motivos políticos, y no teóricos. Así pues, ¿cuál debería ser la postura de los partidarios de la democracia cuando lo que se pide es la abolición del poder de veto dentro del Consejo de Seguridad de la ONU, una voz más poderosa para los Estados con cuotas inferiores dentro del FMI y un mayor grado de transparencia dentro de la Organización Mundial del Comercio (OMC)?


El nivel regional
Las cuestiones problemáticas que se deslizan en el nivel estatal también se pueden abordar en el regional. En muchos casos, el nivel regional podría surgir como el más adecuado de gobernanza. El ejemplo histórico más destacado es la UE. Lo que empezó con seis Estados se ha desarrollado poco a poco, pero más o menos continuamente, hasta convertirse en una Unión de Estados que se ensancha y profundiza, y que a medida que crecía ha podido fortalecer el sistema democrático de sus Estados miembros. La presencia de un parlamento elegido por sufragio universal, unido a la capacidad de unir primero a seis, luego a 15 y ahora a 27 Estados, distingue a Europa de cualquier otra organización regional. Pero la UE
no está sola: en esta última década se ha producido un aumento y una intensificación de las organizaciones regionales en casi todo el mundo, especialmente en lo relativo a acuerdos comerciales.47
Por otro lado, las redes y organizaciones regionales también pueden convertirse en importantes promotores de estabilidad en zonas donde los integrantes individuales están mucho menos familiarizados con la democracia. Pienso en las zonas donde los Estados han demostrado ser incapaces, por una parte, de conservar el uso exclusivo de la fuerza legitimada dentro de sus fronteras y, por otra, de mantener relaciones pacíficas con sus vecinos. Tómese, por ejemplo, el caso de la región de los Grandes Lagos en África central: la formación de Estados se ha superpuesto a comunidades más tradicionales como la aldea, el clan familiar y el grupo étnico. Dado que estas complejas y consuetudinarias lealtades siguen teniendo fuerza, muchos de los conflictos dentro de esta región podrían manejarse mejor por medio de una organización que actuase en el ámbito regional y que incluyera tanto representantes de los Estados como representantes de las diversas comunidades locales. Esto no quiere decir que deberíamos esperar de una
hipotética organización regional del África central instituciones democráticas tan sofisticadas como las de la UE. Aun así, esta organización regional podría ser útil para gestionar cuestiones críticas como los conflictos endémicos entre grupos étnicos rivales. Otros han aplicado la democracia cosmopolita como modelo para uniones regionales como Mercosur.48

El nivel mundial

Es atrevido pensar que las decisiones mundiales podrían ser también parte de un proceso democrático, dado que dentro de las esferas de los armamentos, flujos financieros e incluso el comercio, cualquier forma de gobernanza pública ha resultado ser sumamente difícil. Sin embargo, la propuesta de gobernanza mundial democrática podría, en la práctica, ser menos audaz de lo que parecería inicialmente.
Durante la última década aproximadamente, los actores no gubernamentales se vienen beneficiando de la capacidad de hacer oír su voz en diversas cumbres de la ONU, así como en el seno de organismos como el FMI y la OMC. Esto hace suponer que las OIG podrían tener instrumentos de ajuste interno que les
permitieran rendir cuentas y ser más representativos.49 Aun así, las ONG, hasta la fecha, vienen limitándose a desempeñar un papel de meros defensores, privadas de toda capacidad para tomar decisiones.50 Pero se está imponiendo gradualmente en lo político un nivel de gobernanza que va más allá del ámbito del Estado. La ONU y otras organizaciones internacionales, pese a su carácter intergubernamental, han ido en su mayor parte más allá de su mandato original y han abierto sus
puertas a actores no gubernamentales.
La petición de un nivel mundial de gobernanza es enérgica en muchas áreas: flujos financieros, inmigración, preocupaciones medioambientales, derechos humanos, ayuda al desarrollo. Cada uno de estos regímenes específicos tiene sus propias reglas, grupos de presión e instrumentos de control. Por tanto, no sorprende que, en cada uno de estos regímenes, puedan hallarse iniciativas y campañas que propugnan una mayor rendición de cuentas y democratización. Estas iniciativas se corresponden
al planteamiento ascendente de Cochran.51 Aunque a menudo avanzan de forma independiente entre sí, estas iniciativas se dirigen a una mayor democratización cada día se puede actuar concretamente por una mayor transparencia, control y rendición de cuentas de la gobernanza mundial. La democracia cosmopolita simplemente ofrece un marco de trabajo dentro del cual se pueden conectar las diversas
áreas en las que están trabajando ciudadanos y movimientos mundiales.
Durante la cumbre del G8 celebrada en Génova, en julio de 2001, los manifestantes exhibieron pancartas con el lema “Ustedes G8, nosotros 6.000 millones”.
Afirmaciones similares pudieron oírse en Seattle, Porto Alegre y Florencia. Estos manifestantes expresaban el espíritu de muchos grupos y movimientos mundiales preocupados por las cuestiones medioambientales, los derechos humanos y las desigualdades económicas. Creían –y con razón– que estas cuestiones suelen descuidarse dentro de la expresión formal de la política. Sin embargo, los jefes de
Estado podrían –con razón– responder a estas acusaciones replicando: “A nosotros nos han elegido, ¿quién les ha elegido a ustedes?” Siempre existe el riesgo de que los movimientos mundiales, aun cuando persigan buenas causas, hablen en nombre de la humanidad aunque carezcan de mandato, como en el caso del estrafalario jacobeo prusiano Anacharsis Cloots, autoproclamado “orador de la raza humana”. Como señaló Wendt,52 el demos no está necesariamente preparado para apoyar una democracia mundial. Sólo con la construcción de instituciones políticas dedicadas se puede ver cuántas de las cuestiones que defienden los movimientos sociales cuentan con el respaldo de la mayoría de la población de la
Tierra. Al mismo tiempo, la propia existencia de estas instituciones aumentaría la conciencia sobre la posibilidad de abordar cuestiones mundiales por medio de la acción política conjunta. Por tanto, una institución esencial de gobernanza democrática es un parlamento mundial. Esta es una propuesta antigua y utópica que ha resurgido en reiteradas ocasiones y que hoy debería estar en el centro de las
campañas de los movimientos mundiales.53

La relación entre los diversos niveles de gobernanza
Dado que tanto los niveles como las instituciones de gobernanza aumentan, se plantean las preguntas: ¿cómo se pueden compartir las competencias entre estos diferentes órganos? ¿Existe el riesgo de crear una nueva división de tareas, en la que cada órgano reclame la soberanía aunque de hecho carezca de ella? ¿Podrían originarse nuevos conflictos de la existencia de instituciones dotadas de competencias
parcialmente coincidentes cuya soberanía podría reclamar cada una de ellas?
La cuestión clave aquí es, naturalmente, la soberanía, los cimientos del sistema del derecho internacional desde la Restauración.54 La soberanía sirvió al propósito de definir las competencias del Estado y dejar claro cuáles eran las fronteras de éste. Lo ideal es que el concepto de democracia cosmopolita pertenezca a esa escuela de pensamiento que desde Kelsen en adelante ha considerado la soberanía un dogma que hay que superar.55 La creencia de que un órgano político o institucional debe estar eximido de justificar sus actos es incompatible con la esencia de la democracia. Cada actor político, sea un tirano o un pueblo “soberano”, debe ponerse de acuerdo con otros actores cuando las competencias son parcialmente coincidentes. Desde un punto de vista histórico, el concepto de soberanía es una creación artificial de una “hipocresía organizada” y,56 en muy pocos casos, ha logrado limitar los intereses extraterritoriales de un Estado. Sin embargo, debemos afrontar el desafío de encontrar un sustituto efectivo, dado que la reivindicación formal de soberanía sigue siendo necesaria hoy para frenar el dominio de los fuertes sobre los débiles.
Sugiero reemplazar, dentro de los Estados además de entre los Estados, el concepto de soberanía por el de constitucionalismo.57 El contenido de esta propuesta es similar a la idea de la dispersión vertical de la soberanía que sugiere Pogge58 y al modelo cosmopolita de soberanía propuesto por Held.59 No obstante,
yo sostengo que debería eliminarse el uso del concepto “soberanía” en sí. Los conflictos relativos a la cuestión de la competencia derivados de los diferentes niveles de gobernanza deben resolverse dentro del ámbito de un constitucionalismo mundial, y remitidos a órganos jurisdiccionales, que a su vez deben actuar basándose en un mandato constitucional explícito, como ya ha propugnado Kelsen.

Creer que los conflictos podrían resolverse en un nivel mundial por medio de procedimientos constitucionales y judiciales, y no por la fuerza, resulta visionario, pero se basa en el supuesto de que las normas se pueden respetar incluso si no existe un poder coercitivo de último recurso. El proyecto de una democracia cosmopolita se identifica, por tanto, con una ambición mucho más amplia: la de llevar
la política internacional de la esfera del antagonismo a la esfera del agonismo (espíritu competitivo).61 Este proceso se ha afirmado gradualmente dentro de los Estados democráticos, y es una práctica habitual que diferentes instituciones entren en disputas sobre sus competencias. Alcanzar el mismo resultado en el
nivel mundial significaría dar un paso decisivo hacia un grado más progresista de civilización