Democracia en América Latina

 

 

DEMOCRACIA EN AMÉRICA LATINA

Versión Preliminar 
Ignacio Walker
Enero 2006

Tal vez una de las paradojas de nuestra región y de nuestro tiempo es que, junto con experimentar una de las situaciones democráticas más amplias y extendidas de toda nuestra historia republicana, o al menos de nuestra historia independiente, existe una percepción bastante generalizada acerca de la fragilidad de esas democracias. Se habla así del “déficit” democrático, o de los problemas de gobernabilidad democrática en América Latina.
De esta manera, por ejemplo, nuestra región se prepara para realizar --o ya se han realizado, o están en proceso de realización--, una docena de elecciones hasta fines de 2006, lo que es un aspecto notable de la “democracia electoral” que campea por la región; sin embargo, lo anterior coexiste con una serie de interrogantes acerca de la solidez de estos procesos, muy disímiles entre sí, en el contexto de la gran heterogeneidad de América Latina.
En términos más bien periodísticos, considero que esta paradoja a la que hago referencia está bien recogida en un titular del diario “Siete+7”, de 29 de noviembre de 2002, que decía “América Latina: democrática e ingobernable”, aludiendo, por un lado, a la buena salud de que goza la región en términos de democracia electoral y, por otro, a los serios déficit en términos de gobernabilidad.
Lo que sigue son algunas reflexiones que pretenden aportar algunos elementos en torno a la tarea necesaria, impostergable y permanente de desentrañar algunas de las claves sobre las dificultades --y también las posibilidades-- que encontramos para consolidar una democracia estable en América Latina, en condiciones aceptables de gobernabilidad.
Este artículo ha sido presentado en la Conferencia Internacional Gobernabilidad en América Latina (CIEPLAN-U.NotreDame, En ero 12-13,2006) El autor agradece los comentarios de Carlos Portales, Juan Esteban Montes y Eduardo Gálvez a un borrador de este artículo.

Contra los determinismos
Mi primera reflexión, necesariamente breve, se refiere a la necesidad de cuestionar algunos enfoques tradicionales, que han estado presentes en el campo de las ciencias sociales al menos desde la década de 1950, que se acercan peligrosamente a ciertos determinismos o enfoques estructurales que nos hablan, no sólo de las dificultades, sino de una cierta imposibilidad de asentar la democracia y el desarrollo en América Latina.
Cuando hablo de “determinismos” tengo muy en cuenta aquél notable artículo de Albert Hirschman, “El advenimiento del autoritarismo en América Latina y la búsqueda de sus determinantes económicos”, en ese también notable libro editado por David Collier, en 1979, sobre “El Nuevo Autoritarismo en América Latina”, en que Hirschman advierte precisamente contra los peligros de enfoques deterministas, relacionados con las “exigencias intrínsecas” supuestamente asociadas a ciertos procesos y las características “estructurales” de los mismos. Sabemos que toda esa discusión giraba en torno al libro, tan notable como provocador, de Guillermo O`Donnell, sobre los regímenes burocrático-autoritarios en América Latina, en que planteaba la tesis de que el advenimiento de dicho tipo de regímenes habría correspondido a una necesidad de la “profundización” capitalista en América del Sur (aunque el mismo O`Donnell negara que tal hubiese sido su tesis, así, en términos tan deterministas).

Tal vez una de las primeras expresiones de esta suerte de determinismo en el campo de las ciencias sociales, fue aquella literatura que enfatizaba ciertos aspectos de la cultura política latinoamericana que la harían no apta para la implantación de una forma democrática de gobierno, tal como se le entiende en la tradición liberal, o democracia liberal o representativa. Así, por ejemplo, la existencia de una cultura católica, corporativa, orgánica, centralista, clientelista, patrimonialista, jerárquica, entre otros rasgos comúnmente asociados a nuestra cultura política, serían una suerte de Albert Hirschman, “The Turn to Authoritarianism in Latin America and the Search for its Economic Determinants”, en David Collier (ed.), The New Authoritarianism in Latin America, Princeton University Press, New Jersey, 1979. impedimento estructural para el advenimiento de la democracia representativa en nuestra región.

A decir verdad, una parte importante de esta literatura de tipo “culturalista”, se ha referido, en distintas versiones y tiempos, no sólo a América Latina, sino al Asia, a la ex-Unión Soviética y a otros tantos ejemplos que podríamos mencionar, en las más diversas latitudes --la última versión, la más actualizada y reciente de este enfoque se refiere al mundo árabe y el Medio Oriente y las supuestas limitantes culturales que allí existirían para el advenimiento de la democracia. Lo cierto es que buena parte de estos enfoques se han ido desvaneciendo ante la evidencia empírica del colapso de regímenes autoritarios y el advenimiento de regímenes democráticos en sociedades cuyas características “culturales” las hacían aparentemente poco aptas para la democracia.

Los casos de Asia y América Latina son algunos de los ejemplos más recientes y elocuentes para rebatir este enfoque. Una segunda manifestación de este tipo de enfoques deterministas se refería, ya no tanto, o al menos directamente, a la cuestión de la democracia sino del desarrollo y se concentraba en el tipo de inserción económica internacional de ciertos países, a partir de ciertos rasgos “estructurales”. Tal es el caso de las tempranas teorías de la dependencia, que sostenían, como tesis central, “somos subdesarrollados, porque somos dependientes”, lo que constituía a todas luces una extrema simplificación.
Afortunadamente Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto, en su célebre libro sobre “Dependencia y Desarrollo en América Latina”, de los años 70, salvaron la teoría de la dependencia de este determinismo simplista, sosteniendo, entre otras cosas, que “a pesar de los “determinantes” estructurales, hay espacio para alternativas en la historia”, prefiriendo hablar de “situaciones de dependencia” más que de una categoría o teoría de la dependencia.

En fin, no me quiero alargar en esta fase introductoria, salvo para sostener que en las ciencias sociales de América Latina ha habido una inclinación muy marcada a los determinismos de distinto tipo, basados en ciertos análisis “estructurales” que terminan Fernando H. Cardoso and Enzo Faletto, “Dependency and Development in Latin America”, University of California Press, 1979), P. xi. por colocar una verdadera camisa de fuerza sobre la realidad política, social, económica y cultural.

Tiendo a pensar que, incluso, en esta nueva literatura surgida en la última década en torno a los muy interesantes trabajos de Juan Linz y Arturo Valenzuela, entre otros, en relación al presidencialismo en América Latina, hay algo de determinismo --y me adelanto a señalar que comparto muchas de las afirmaciones centrales de esta literatura en cuanto, por lo menos, a no haber sometido a escrutinio público al presidencialismo en la región, el que permanece como una especie de mito intocado. En este caso, el tema de las dificultades para asentar las bases de una democracia estable ya no diría relación con rasgos de la cultura política o de la estructura económica, sino más bien con la cuestión de las formas de gobiernos (presidencialismo versus
parlamentarismo). La experiencia comparada y la evidencia empírica demostrarían que,
especialmente bajo sistemas multipartidistas, las formas parlamentarias serían más funcionales que las presidencialistas a la consolidación de una democracia estable. El título mismo de uno de los más célebres libros sobre la materia, “El Fracaso de la Democracia Presidencialista”, así lo insinúa.

Dejo, pues, planteado, a modo de introducción, mi propio escepticismo frente a un cierto tipo de literatura en la región, bastante abundante en las últimas décadas, que tiende a caer en determinismos de diverso tipo y que nos impide captar la complejidad de los procesos, en una perspectiva histórica y dinámica; en desmedro, por ejemplo, de un enfoque de políticas públicas, o del buen o mal manejo económico, o del rol de las elites dirigentes, entre tantos otros factores, para explicar el éxito o fracaso de los procesos democratizadores en la región. De hecho, para cerrar este capítulo introductorio, fue esta la posición que asumía el propio Hirschman en su crítica a los determinismos de diverso tipo, al enfatizar, por ejemplo, la necesidad de políticas
económicas más ortodoxas en cierta fase del proceso de industrialización sustitutiva de importaciones, en los años 50, aún a costa de ser acusado de “ecléctico”. Su respuesta, El artículo tal vez más célebre de esta serie de publicaciones es el de Juan Linz, “Democracy, presidential or parliamentary: Does it make a difference?”, en Juan Linz y Arturo Valenzuela, The Failure of Presidential Democracy: the Case of Latin America, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1994. frente a esta acusación, no se hizo esperar: “prefiero ser acusado de ecléctico que de reduccionista”.

Neo-populismo, neo-liberalismo y democracia

Mi segunda reflexión, justamente para tratar de ser consistente con lo anterior, es a partir de la historia. Sostengo que la historia de América Latina a lo largo del último siglo es la de labúsqueda, más o menos exitosa, de respuestas o alternativas a la crisis del predominio oligárquico, con una marcada dificultad por sustituir el orden oligárquico por un orden democrático.

En esa búsqueda, puede decirse que la respuesta más propia y característica de nuestra región a la crisis oligárquica y los devaneos históricos posteriores, de oleadas de democratización y autoritarismo, ha sido la del populismo, viejo y nuevo (neo- populismo de nuestros días). Esta es la única creación verdaderamente latinoamericana.
El liberalismo ha sido más bien marginal, más propio de las elites que de los pueblos, más de la mano del autoritarismo que de la democracia. Esta última se ha dado a tientas, con altibajos, en forma confusa e inconsistente, más como aspiración que como realidad.

En efecto, antes y después de los procesos de independencia, existió un “orden oligárquico”, en lo económico, social y cultural, bajo distintas formas políticas, coloniales y post-coloniales. Se trató de un orden elitista y a la postre excluyente, pero de un orden al fin y al cabo. Tras su desplome, desde los comienzos del siglo veinte, en la forma de lo que hemos denominado la crisis del predominio oligárquico, le siguió el desorden más que un nuevo orden, este último entre mesocrático y popular, con serias dificultades de institucionalización --lo que es inherente al populismo--, a veces de la mano de la democracia, muchas otras de la mano del autoritarismo, con incrustaciones republicanas y revolucionarias, dependiendo del período y el lugar de que se trate. Hirschman, op. cit., P. 98

Esta crisis oligárquica se dio en forma bastante irregular en el tiempo, en algunos casos en forma prematura y radical, como en la revolución mexicana de 1910 y en otros en forma bastante tardía, como en América Central --o en el Perú, me atrevería a decir--, hacia los años 50. Sólo México fue capaz de instaurar un orden político propiamente tal, estable e inclusivo, bajo la hegemonía del PRI, con sus insuficiencias y sus propias contradicciones. De México se podrá afirmar que tuvo orden político, que es de lo que ha carecido América Latina la mayor parte del tiempo, pero en ningún caso un régimen democrático de gobiernos (“dictadura perfecta” la llamó alguien); ello, hasta la verdadera transición a la democracia en dicho país, como la que tuvo lugar con el traspaso de mando entre Ernesto Zedillo y Vicente Fox, hace unos pocos años, en el
contexto más amplio de democratización en América Latina.
En este proceso de búsqueda de respuestas o alternativas a la crisis oligárquica, hubo tradiciones revolucionarias, como las de México (1910), Bolivia (1952) y Cuba (1959); hubo diversas formas de autoritarismo, de tipo tradicional (Stroessner, Batista, Somoza, Trujillo, Duvalier), populista (Getulio Vargas, Juan Domingo Perón y Lázaro Cárdenas, en Brasil, Argentina y México, respectivamente) o burocráticos, como los militarismos del Cono Sur (Brasil, Chile, Uruguay y Argentina), pero escasamente hubo democracia. Chile, Uruguay y Costa Rica de alguna manera lo han sido --aunque acabamos de referirnos a Chile y Uruguay como ejemplos de regímenes burocrático autoritarios; en otro sentido, Colombia y Venezuela también lo han sido, o lo fueron, con todos los “peros” y reservas que habría que añadir; pero lo cierto es que lo que sí hubo en
América Latina fue populismo, o un cierto modelo “nacional y popular”, como también se le ha llamado, respecto del cuál sólo quiero señalar que una de sus principales características ha sido (y sigue siendo), su marcada ambigüedad en torno a la democracia como régimen político de gobierno.

Como sabemos a través de la literatura existente sobre la materia --aunque tiendo a pensar que la mejor manera de matar el populismo es definiéndolo--, lo característico del viejo populismo, o modelo “nacional y popular” de los años 30 y 40, fue el haberse constituido en un intento de respuesta a la crisis del predominio oligárquico, adquiriendo la forma de un arreglo institucional basado en una alianza social entre sectores populares y medios, alrededor del estado concebido como tabla de salvación de los desposeídos y de una estrategia de desarrollo basada en la industrialización. No fue la oposición burguesía-proletariado, como en el análisis marxista de la sociedad industrial, sino la oposición pueblo-oligarquía, lo que caracterizó al viejo populismo.
Este último fue anti-imperialista y anti-oligárquico más que anti-capitalista, teniendo como núcleo central lo “nacional y popular”. Fue ambiguo en torno a la democracia como régimen político, adquiriendo en algunos casos formas derechamente autoritarias, y en otros casos formas más democráticas, como en el caso de los “adecos” en Venezuela, o los “apristas” en el Perú. El interés del populismo radicó en la incorporación de las masas como cuestión central a resolver, en un esquema inclusivo, las más de las veces bajo formas corporativas y clientelistas.

Habría que decir, en todo caso, que en un sentido no despreciable, el arreglo institucional del viejo populismo tuvo aspectos a la vez de democratización y modernización; lo primero, en torno a la incorporación social de los nuevos sectores populares y medios emergentes, como una de las características de la crisis oligárquica, y lo segundo, en torno al proceso de industrialización que estuvo en el centro de algunas de las experiencias más importantes del modelo nacional y popular (típicamente en Brasil, Argentina y México).

He querido enfatizar este punto porque sostengo que el nuevo populismo (neo- populismo) de nuestros días, asociado y en tensa relación con los fenómenos de democratización más recientes en América Latina, no tiene ni de uno ni de otro; es decir, ni de democratización ni de modernización. Es más, el neo-populismo de nuestros días se convierte, de alguna manera, en uno de los principales obstáculos tanto en términos de la consolidación de una democracia estable como de una auténtica modernización de nuestras estructuras productivas. En algún sentido importante, el nuevo populismo es nuevo de puro viejo, pero sin las condiciones estructurantes de los años 30 y 40, en torno a la crisis del predominio oligárquico y el incipiente proceso de
industrialización a que diera lugar. Lo cierto es que, como dice Alan Knight, “al igual que Carlos II, el populismo parece que se está demorando un ´tiempo desmesuradamente largo en morir´”. Alan Knight, Revolución, Democracia y Populismo en América Latina, Ediciones Centro de Estudios Bicentenario, Santiago, 2005, P. 238.

Antes de seguir sobre el populismo, o el neo populismo y volver sobre la cuestión central de esta reflexión, referida a la democracia en América Latina, quisiera decir dos o tres palabras sobre el liberalismo y algunas de sus características asociadas a su trayectoria en la región.
Lo cierto es que el liberalismo sólo marginalmente se ha dado en América Latina, tal como ya hemos insinuado, más en el nivel de las elites que de los pueblos, más de la mano del autoritarismo que de la democracia. Tal vez sea esta otra de las claves para entender las dificultades para asentar en nuestra región la democracia representativa, la que, mal que mal, y a fin de cuentas, tiene mucho que ver con la tradición liberal.
En efecto, y en apretada síntesis --en este caso casi bordeando la caricatura--, podríamos decir que desde los llamados “Científicos”, bajo la dictadura de Porfirio Díaz, en México, a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, hasta los llamados “Chicago Boys”, bajo la dictadura de Pinochet, en nuestra historia más reciente, el ideario liberal se ha dado más de la mano del autoritarismo que de la democracia, privilegiando la libertad económica a costa, las más de las veces, de la libertad política. La experiencia más reciente de los regímenes burocrático-autoritarios en el Cono Sur de América Latina es sólo la más actual y sofisticada (e implacable) de todos los intentos “liberales” que hemos conocido para asentar la libertad económica sobre bases sólidas, sacrificando la libertad política.
De hecho, si uno revisa los contenidos de las Constituciones Políticas que en su tiempo dictaron Batista, Somoza o Trujillo, fueron de las más “liberales” de su tiempo; el ideario liberal rondaba en muchas de las mentes iluminadas de los dictadores latinoamericanos y ha sido en nombre de la libertad económica que se cometieron muchas de las tropelías que hemos conocido, comúnmente asociadas a estos regímenes autoritarios, en al menos dos de las categorías que hemos mencionado: autoritarismos tradicionales y burocrático autoritarios (cabe excluir a los autoritarismos populistas de los años 30 y 40 porque surgieron en las narices de la crisis internacional del capitalismo liberal y por lo tanto la palabra “liberal” o “liberalismo” no era parte de su ideario).

Antes de volver sobre el neo-populismo y el neo-liberalismo de nuestros días, y su relación con la cuestión de la democracia, quisiera insertar unas palabras sobre una de las posibles for mas de entender la historia más reciente de América Latina, digamos, en los últimos 40 años, especialmente a partir de la revolución cubana. Me refiero a la posibilidad de entender nuestra realidad más reciente en torno a ciertos dilemas que ha enfrentado la región y que dicen relación con la cuestión que nos preocupa; a saber, la de las dificultades para consolidar una democracia estable en América Latina. Quisiera sugerir que son tres los dilemas fundamentales que ha enfrentado nuestra región en las últimas décadas, lo que de alguna manera nos ayuda a explicar la situación anterior.

El primer dilema que enfrentó América Latina, digamos en la década del 60 y comienzos del 70, fue aquél entre “reforma o revolución”, postulado en términos tan radicales como trágicos, como quedaría demostrado posteriormente. El tema central era el de las reformas estructurales de nuestras economías y la vieja cuestión de la propiedad sobre los medios de producción, gatillado todo ello muy principalmente a partir de la revolución cubana, en plena Guerra Fría.

No quiero explayarme en el tema porque es de sobra conocido por todos nosotros. Lo único que deseo resaltar es que aquél dilema fue trágico en un doble sentido: porque dividió en forma irreconciliables a las fuerzas “progresistas” que postulaban el cambio social y porque el desenlace del mismo, al menos en una buena parte de la región pero con implicancias para todos, fue el advenimiento de una ola igualmente trágica de nuevos regímenes autoritarios --dando lugar, hay que reconocerlo, a uno de los períodos más ricos y fructíferos de la literatura en el campo de las ciencias sociales, desde la teoría de la dependencia, pasando por aquella referida a los quiebres de los regímenes democráticos, los nuevos autoritarismos surgidos de ese proceso traumático, y los
posteriores procesos de transición y consolidación democrática (la lista de autores que tendría que citar aquí es sencillamente interminable). La gran víctima de este dilema entre reforma y revolución fue la democracia como régimen político de gobierno, tratada despectivamente desde algunos sectores como “formal” o “burguesa”, y por otros sencillamente como un obstáculo insalvable para su propio proyecto de refundación capitalista.

Me pregunto si algunos procesos más recientes en América Latina no tienden a reponer, aunque sea en forma más sutil o solapada, aquél dilema entre reforma o revolución, volviendo a replantear la cuestión de los cambios estructurales de la economía o la propiedad sobre los medios de producción. Lo dejo simplemente planteado como interrogante porque nos podría desviar del tema central.
El segundo dilema que enfrentó América Latina, aún más trágico que el anterior y en muchos sentidos consecuencia del mismo, fue aquél entre “democracia o dictadura”, característico de los años 70 y 80. En este caso el tema central ya no era aquél sobre los medios de producción o las reformas estructurales de la economía --aunque podría decirse que sí lo fue, pero en un sentido inverso a aquél planteado en la década anterior- - sino derechamente el del régimen político de gobierno (democracia o autoritarismo), en torno a la cuestión central de los derechos humanos como fundamento ético de la democracia.
Si el primer dilema devino trágicamente en el advenimiento de regímenes autoritarios, este segundo dilema devino virtuosamente en el advenimiento de regímenes democráticos, en lo que se ha dado en llamar la “tercera ola” de democratización en el mundo (Samuel Huntigton). Es más. La experiencia autoritaria más reciente y la memoria aún traumática de nuestros pueblos en torno a la misma, es una de las principales fuentes de legitimidad y supervivencia de los nuevos regímenes democráticos que han emergido en la región.
No hay que mirar en menos lo que hemos logrado en términos de democratización. Las doce elecciones que tendrán lugar hasta fines de 2006 son la demostración más elocuente de lo anterior. El Informe LATINOBAROMETRO 2005 nos muestra que, a pesar de todo, existe una alta valoración de la democracia, la que coexiste con altos niveles de insatisfacción. El Informe PNUD 2005 señala que “la democracia se ha convertido en el sistema político dominante en América Latina”, destacando que “casi todos los países de América Latina son democracias electorales en funcionamiento”. El Freeedom House 2006 indica que, hoy por hoy, todos los países de América Latina son democracias electorales, con las excepciones de Cuba y Haití (hay quienes califican a este último país simplemente como un caso de “estado fallido”). Dicho informe cataloga a 10 países como “libres” y 9 países como “parcialmente libres”, con la excepción ya señalada de Cuba y Haití a los que califica de “no libres” (recordemos que Haití tendrá elecciones el próximo mes de febrero). The Economist, en un reciente reportaje sobre la región, señala que “la democracia ha llegado a ser un hábito y, con esta, la sana alternancia normal en el poder”.
Por cierto que, junto con lo anterior, hay una serie de análisis que se concentran en las sombras y no sólo las luces de los recientes procesos de democratización, enfatizando los problemas de gobernabilidad democrática que aún subsisten, el “déficit” democrático en la región o los serios y preocupantes problemas económicos y sociales que permanecen sin resolver. Bástenos decir al respecto, que, desde este lado oscuro de la luna, tenemos 14 presidentes que, desde 1993, no han podido terminar su mandato.

Tal vez el verdadero dilema que enfrenta América Latina, bajo esta nueva ola democratizadora y en el contexto más amplio de la globalización, es aquél entre inclusión y exclusión social. No obstante, este dilema no es específico o privativo de la región por lo que quiero sugerir, que así como en los años 60 y comienzos de los 70 el dilema a resolver en América latina era aquél entre “reforma o revolución”, y en los años 80 y 90 aquél entre “dictadura o democracia”, el verdadero dilema que enfrenta nuestra región en nuestros días es aquél entre “democracia o populismo” y que este último (neo-populismo), a diferencia del viejo populismo de los años 30 y 40, aparece
como uno de los principales obstáculos tanto en términos de democratización como de modernización.
La primera voz de alerta en torno a este tercer dilema de nuestra historia política más reciente, estuvo asociada a las políticas económicas adoptadas en los primeros procesos Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica, República Dominicana, El Salvador, México, Panamá, Perú y Uruguay, Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala, Guyana, Honduras, Nicaragua, Paraguay y Venezuela. Fernando de la Rúa, en Argentina (2001); Fernando Collor de Mello, en Brasil (1992), Hernán Siles Suazo (1985), Gonzalo Sánchez de Lozada (2003) y Carlos Mesa (2005), en Bolivia; Abdalá Bucarán (1997), Jamil Mahuad (199 9) y Lucio Gutiérrez (2005), en Ecuador; Jorge Serrano Elías, en Guatemala (1993); Jean-Bertrand Aristide, en Haití (2004); Raúl Cubas Grau, en Paraguay (1999); Alberto Fujimori, en el Perú (2000); Joaquín Balaguer, en República Dominicana (1994) y Carlos Andrés Pérez, en Venezuela (1993). de democratización, principalmente en torno a los gobiernos de Alan García, José Sarney y Raúl Alfonsín, en Perú, Brasil y Argentina, respectivamente. Debo decir que, para el caso chileno, que fue prácticamente la última transición en América Latina, estos tres ejemplos fueron claves y definitivos en torno a lo que no había que hacer en materia de políticas económicas.

En síntesis, es lo que Alejandro Foxley en algún momento llamó el “ciclo populista”: un primer año de expansión fiscal, para generar un mayor poder adquisitivo en la población, aprovechando la (real o supuesta) capacidad ociosa de la economía; un segundo año en que hay que pagar la cuenta tanto en términos de inflación como de déficit fiscal; un tercer año con crisis económica transformada en crisis social, con fuertes movilizaciones en las calles y un cuarto año en que la crisis económica y social se convierte en crisis política (en el caso del Presidente Alfonsín significó incluso una crisis constitucional en términos de una entrega anticipada del gobierno a su sucesor).
El neo-populismo de nuestros días es más estructurado que este “ciclo populista” característico de los años 80, aunque con una paradoja: es un populismo, por así decirlo, con una cierta responsabilidad fiscal, bastante alejado de los procesos de hiper inflación y déficit fiscales crónicos de los años 80. Debemos otorgar un cierto crédito a los economistas en este último aspecto, aunque siempre está por verse cómo enfrentará este nuevo populismo un ciclo económico a la baja, de “vacas flacas”, en un escenario, tanto internacional como doméstico, de mayores restricciones y menos holguras. Es allí donde se pone a prueba el muy sui generis concepto de “elasticidad” de la economía, históricamente asociado al populismo latinoamericano.

Conviene, en todo caso, tener presente que tanto el viejo como el nuevo populismo surgen a partir de ciertas condiciones sociales estructurantes, o al menos habilitantes, que lo hacen posible. En el caso del nuevo populismo de América Latina, en nuestra historia más reciente, surge de la extendida realidad de la pobreza, la desigualdad y la desesperanza, expresadas todas ellas, más allá de las cifras o estadísticas, en aquél

No me resisto a citar aquella famosa carta que Juan Domingo Perón dirigiera a Carlos Ibáñez del
Campo, Presidente de Chile (1952-1958), en 1953, típicamente representativa de este concepto de “elasticidad” de la economía: “Mi querido amigo: déle al pueblo, especialmente a los trabajadores, todo lo que sea posible. Cuando parezca que ya les ha dado demasiado, déles más. Todos tratarán de asustarle con el fantasma del colapso económico. Pero todo eso es mentira. No hay nada más elástico que la economía, a la que todos temen tanto porque no la entienden” (citada en Hirschman, op. cit., P. 65). elocuente graffiti escrito en algún muro de Lima, Perú y que nos ahorra muchos comentarios: “no más realidades, queremos promesas”. Es esta realidad de privación y exclusión, acompañada de la incapacidad de las elites tradicionales y sus instituciones para responder a las demandas sociales, lo que posibilita el surgimiento de este nuevo populismo y de su compañera de siempre, la demagogia --y no hay que olvidar que, en
la antigua Atenas, el desmoronamiento de la democracia de Pericles no vino por el surgimiento de tendencias autoritarias sino de la aparición de demagogos como Cleón y Alcibíades, que terminaron por levantar a los atenienses contra sus propias estructuras democráticas.

Para ser justos y lograr un análisis más equilibrado, hay que reconocer que detrás de muchas de estas experiencias a las que comúnmente nos referimos como “neo- populismo”, hay una contribución o al menos un llamado de atención, o una voz de alerta, en cuanto al énfasis en temas sociales emergentes que, históricamente, han estado bastante sumergidos o camuflados y que han llegado a ser relevados hasta llegar a constituirse en una parte integrante de la agenda pública en la región.

Tal es el caso, por ejemplo, de la realidad de los pueblos indígenas y de los movimientos sociales asociados a la misma, tema que está para quedarse y que constituye otro de los aspectos de esta reacción anti-oligárquica y anti-elitista a la que nos referíamos anteriormente como uno de los aspectos del populismo latinoamericano.

Lo anterior demostraría que esta “desoligarquización”, si se me permite la expresión, no es un proceso que haya concluido, en este caso específico relacionado con una suerte de “apartheid” social que encontramos en muchas de las realidades y procesos relacionados con los pueblos indígenas y la exclusión social de que han sido objeto históricamente y hasta nuestros días.

Aunque el indigenismo no es sinónimo de populismo, sí tiene que ver con un aspecto significativo de la democratización social de nuestros días, tal como en los años 30 o 40 la incorporación de los sectores populares y medios emergentes constituyó también un aspecto de la democratización social.
En todo caso y retomando el argumento central de esta segunda reflexión, sólo quiero enfatizar que una de las características del populismo latinoamericano, tanto del viejo como del nuevo populismo, es su marcada ambigüedad en relación a la democracia representativa como forma política de gobierno. Se podrá hablar de democracias participativas, populistas o plebiscitarias, pero no de la forma clásica de la democracia representativa.

Y es aquí donde convergen el neo-populismo y el neo-liberalismo, sobre el cuál ya hemos adelantado algo.
En efecto, podemos decir que tres son las diferencias entre el neo-liberalismo y el liberalismo clásico: su reduccionismo economicista --a diferencia del liberalismo clásico que fue a la vez una formulación filosófica, ética, legal, social, cultural y económica; en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, un cierto desprecio por el ámbito de lo público, incluyendo el ámbito de la política y el estado, muy distinto del liberalismo clásico que, por ejemplo, en algunas formulaciones como las de John Stuart Mill vienen a ser casi una anticipación de lo que conoceremos en el siglo veinte como algunos aspectos de la social democracia y el propio estado de bienestar y, en tercer lugar, su marcada ambigüedad en torno a la democracia como forma política de gobierno, lo que causaría el escándalo del propio John Locke.

En síntesis, los neo-liberales --y desgraciadamente no es muy distinto lo que se puede decirse de muchos de los viejos liberales en la región-- no le han hecho asco a las formas dictatoriales de gobierno, y es por eso que el liberalismo en América Latina, y el neo-liberalismo de nuestro tiempo --y lo decimos en el Chile de los “Chicago Boys”-- han caminado de la mano del autoritarismo más que de la democracia. No ha sido fácil el encuentro en América Latina entre liberalismo y democracia, como no ha sido fácil el encuentro entre populismo y democracia.
Democracia o populismo en América Latina Mi tercera y última reflexión, habiendo ya advertido contra el peligro de distintos tipos de determinismos, y las insuficiencias y contradicciones del neo-populismo y el neo- liberalismo, especialmente en lo que se refiere a la democracia representativa como forma política de gobierno, dice relación con tres características que, a mi juicio y a la luz de nuestra propia historia, y de una mirada comparativa, se deberían reunir para
consolidar una democracia estable; me refiero a la cuestión de la calidad de las instituciones políticas, la capacidad del sistema de dar respuesta a las demandas sociales en un período de aumento de las expectativas y la capacidad de expandir el crecimiento económico para sustentar lo anterior.
Si no se dan estas características, entonces se va al populismo y si es cierto que el dilema de nuestro tiempo es aquél entre “democracia o populismo”, entonces se termina por minar los cimientos de la democracia.
La necesidad de un crecimiento económico alto y sostenido no es función del neo- liberalismo o del “Consenso de Washington”; es función del sentido común y de un mínimo de responsabilidad en el manejo de los asuntos públicos. El gran problema del neo-populismo es que, con su énfasis unilateral en la distribución de la riqueza, amenaza con matar la gallina de los huevos de oro, así como el gran problema del neo- liberalismo es que, con su énfasis unilateral en el crecimiento económico (“chorreo” o “trickle down economics”), amenaza con concentrar la riqueza y aumentar la desigualdad, creando las condiciones para el surgimiento del populismo.
Esto tiene todo que ver con las instituciones. En su interesante artículo, “Partidos Políticos como antídoto contra el populismo en América Latina” en el número especial de la Revista de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile, dedicada íntegramente a dicho tema, bajo el sugerente título de “El Populismo y las Democracias”, Patricio Navia sostiene la tesis que ya se insinúa en el título del artículo en cuanto a que los partidos pueden ser un antídoto contra el populismo: “los países donde existen formaciones partidarias estables y fuertes tienen menos riesgos de experimentar fenómenos populistas”, o, dicho de otro modo, “las experiencias
populistas en dichos países sólo aparecen asociadas al debilitamiento de los partidos
políticos. Así, la existencia de verdaderos partidos políticos es una condición necesaria,
(aunque) no suficiente, para evitar la irrupción del populismo”. Patricio Navia, “Partidos Políticos como antídoto contra el populismo en América Latina”, en número especial de la Revista de Ciencia Política de la Pontificia Universid ad Católica de Chile dedicado íntegramente al tema “El Populismo y las Democracias”, Vol XXIII, No. 1, 2003, P. 19.

Lo que dice Navia en relación a los partidos políticos podría aplicarse a las instituciones políticas en general: a mayor institucionalización, menor posibilidad de surgimiento o consolidación del populismo, y viceversa. El populismo actúa y florece particularmente en ausencia de mediaciones políticas y en condiciones de no-institucionalización, generalmente bajo la forma de identificación de un líder personalista y una masa informe. Según Guy Hermet, uno de los principales estudiosos del populismo en América Latina, la mejor definición de este fenómeno es la que formuló, hace casi cuarenta años, Helio Jaguaribe, lo que tiene mucho que ver con el tema que estamos tratando. “Lo que es típico del populismo --decía Jaguaribe-- es (...) el carácter directo
de la relación entre las masas y el líder, la ausencia de mediación de los niveles intermediarios, y también el hecho de que descansa en la espera de una realización rápida de los objetivos prometidos”. 

De allí, según Hermet, que el núcleo propiamente distintivo del populismo sea su relación con el tiempo político en cuanto las promesas de satisfacción inmediata de las aspiraciones y demandas del pueblo, en un contexto de “impaciencia irreflexiva”, sería incompatible con los tiempos de la política (largos, por definición), producto de la complejidad del ejercicio del gobierno. De esta
manera, “el populismo mantiene con el tiempo una relación de simultaneidad, en oposición absoluta con la temporalidad normal de la política”, expresada en aquella elocuente expresión de Francois Mitterrand, de “dar tiempo al tiempo”.
De allí, pues, la importancia de los partidos y de las instituciones políticas en general; es decir, la necesidad de afianzar los necesarios niveles de mediación institucional, alejado de todo personalismo mesiánico y demagógico, respetando los ritmos inherentes al funcionamiento de la democracia, caracterizada, según el propio Hermet, “por sus procedimientos orientados hacia la deliberación, hacia la confrontación de intereses, en resumen, hacia una gestión de los conflictos escalonada en el tiempo”.

De allí también que la cuestión del imperio de la ley --y del estado de derecho, en general-- cobre la mayor importancia en términos justamente de la calidad de las instituciones y la vigencia de una auténtica democracia representativa. En Guy Hermet, “El Populismo como Concepto”, en Revista de Ciencia Política de la Pontificia, Ib id., 12 P. 10. Idem, P. 11. 13

Un trabajo reciente de LATINOBAROMETRO, como análisis y compilación de sus estudios de opinión pública de los últimos 10 años (1995-2005) en América Latina, no hace sino confirmar el trabajo teórico de Guillermo O´Donnell en torno a la cuestión crítica y fundamental sobre “The (Un)rule of Law in Latin America” --hace más fuerza en inglés que en su traducción al español-- para explicar muchas de las carencias que podemos advertir sobre la democracia en América Latina.
La ineficacia del sistema judicial, si consideramos, de acuerdo a dicho estudio, que el 66 por ciento de la región señala que tiene poco o nada de confianza en el poder judicial; el fenómeno extendido de la corrupción, si consideramos que, de acuerdo al mismo estudio y con la excepción de Uruguay y Chile, “todos los otros países de la región tienen una percepción mayoritaria por encima del 60 por ciento de que los funcionarios públicos son corruptos”; el fenómeno aún más extendido del clientelismo como práctica política, el que viene a sumarse a las causas de la baja confianza en las instituciones y su legitimidad, son algunos de los principales hallazgos de dicha investigación, la que concluye, sobre esta materia, en lo siguiente: “En América latina, el imperio de la ley es percibido como limitado, no todos pueden ejercer todos sus derechos, no todos por tanto quieren cumplir sus obligaciones, no todos cumplen con la ley. La cultura cívica está
minada por la desigualdad en el imperio de la ley. La experiencia de cada cual confirma que no hay igualdad frente a la ley”.

Esta aspiración sobre igualdad ante la ley debe entenderse como un aspecto pendiente de la modernización de nuestras estructuras, de eficiencia y transparencia de las mismas, en una dirección no populista. Muchas veces, más allá (o más acá, en realidad) de las grandes transformaciones institucionales o macro reformas, el verdadero teme que nos debiera preocupar es el de las micro reformas, como la necesidad de asegurar que se paguen los impuestos o que se cumpla con las leyes laborales. Es detrás de la infracción a este tipo de normas básicas y elementales donde muchas veces encontramos el germen de un descontento social y la irrupción, como consecuencia lógica y a veces inevitable, del populismo y la demagogia.
Ver, sobre el particular, Corporación Latinobarómetro, INFORME LATINOBAROMETRO 2005
(1995-2005), Diez Años de Opinión Pública, www.latinobarometro.org

Estas percepciones sobre imperio de la ley y estado de derecho nos permiten, en un sentido más amplio, recoger algunas percepciones sobre el tema central de esta exposición, referida a la democracia en América Latina, y afirmar que, a pesar de todo (las percepciones sobre desigualdad y pobreza, corrupción, clientelismo, ausencia de efectiva igualdad ante la ley, incapacidad de las instituciones para responder a las demandas sociales, entre otros aspectos que podríamos señalar), la democracia, asociada por la gente principalmente y por propia definición a un régimen de libertades, a la realización de elecciones regulares limpias y transparentes, a una economía que asegure un ingreso digno, a una libertad de expresión para criticar abiertamente y a un sistema judicial que trate a todos por igual, goza de una legitimidad no despreciable.
En efecto, LATINOBAROMETRO señala que un 70 por ciento de los habitantes de la región cree que la democracia tiene problemas, pero es el mejor sistema de gobierno; un 66 por ciento dice que es el mejor sistema para llegar a ser un país desarrollado; un 62 por ciento afirma que en ninguna circunstancia apoyaría a un gobierno militar; un 53 por ciento estima que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno; un 59 por ciento cree que no puede haber democracia sin un Parlamento, mientras que un 54 por ciento considera que no puede haber democracia sin partidos políticos; un 53 por ciento de la gente cree que la democracia permite solucionar los problemas que se tienen como país; hay once países de dieciocho donde mas del 60 por ciento de la población dice que el voto es eficaz y en trece de los dieciocho países más del 50 por ciento cree en la eficacia del voto para cambiar las cosas.
Por cierto que también existe el revés de la moneda y es así como un 19 por ciento de la gente está en desacuerdo con que la democracia sea el mejor sistema de gobierno --el mismo 19 por ciento que declara que, en algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático; un 22 por ciento está en desacuerdo con que la democracia sea el único sistema de gobierno con el que un país puede llegar a ser desarrollado; un 30 por ciento declara que apoyaría a un gobierno militar si las cosas se ponen difíciles; un 61 por ciento declara altos niveles de insatisfacción con la democracia; un 28 por ciento sí cree que puede haber democracia sin congreso y un 34 por ciento sí cree que puede haber democracia sin partidos políticos, mientras que un 37 por ciento cree que la democracia no resuelve sus problemas.

Es interesante constatar que, a pesar de que detrás de muchas de estas percepciones sobre carencias y frustraciones existe un terreno propicio para el florecimiento del populismo, ellas no han conducido a involuciones autoritarias y que, antes bien, la memoria histórica, relacionada con nuestra experiencia más reciente, tiende a afirmar la legitimidad de los procesos democráticos. Como bien señala el informe del PNUD (2004) sobre “La Democracia en América Latina”, “los movimientos de oposición no tienden hoy hacia soluciones militares sino hacia líderes populistas que se presentan como ajenos al poder tradicional y que prometen perspectivas innovadoras”
. Según dicho informe, lo que resulta consistente con lo que hemos dicho anteriormente, el
malestar de nuestros pueblos, en nuestros días, no sería “con” la democracia sino “en” la
democracia.

En todo caso, y en el balance final, el estudio LATINOBAROMETRO concluye en que
la democracia cuenta con una alta (claramente mayoritaria) aprobación. Aquella se sostiene en un piso en que las propias carencias económicas --incluida la crisis económica de 1998 a 2002-- no logran minar completamente sus bases; se trataría, pues, de un piso mínimo “duro” de más de un 50 por ciento de la población. Lo anterior, sin ignorar las diferencias que existen entre distintos grupos de países frente a diversos temas, dando cuenta de la enorme heterogeneidad al interior de la región. Así, por ejemplo, los países que se autoperciben como más democráticos serían Venezuela, Uruguay, Costa Rica, Chile y República Dominicana, mientras que los que
se autoperciben como menos democráticos serían Paraguay, Ecuador, Nicaragua, Perú y
Guatemala. Los mayores niveles de apoyo a la democracia se dan en países como Uruguay, Venezuela, Costa Rica y Argentina, mientras que los menores niveles de apoyo se dan entre Honduras, Paraguay y Guatemala. Los países con la mayor percepción de vigencia del estado de derecho son Uruguay, República Dominicana, Chile y Colombia --aunque en esta última se percibe una cultura cívica débil--, mientras que los países con menor percepción del estado de derecho son los mismos que tienen menores niveles de cultura cívica, como Ecuador, Perú, Brasil y Bolivia. En cuanto a desempeño presidencial, los mayores niveles de aprobación se encuentran en América del Sur, principalmente Uruguay, Argentina, Colombia, Venezuela, Chile y Bolivia,
PNUD, La Democracia en América Latina, Hacia una Democracia de Ciudadanos y Ciudadanas,
todos ellos con más del 60 por ciento de aprobación, mientras que los menores niveles
de aprobación se dan en los países de América Central, con la excepción de El Salvador,
los que fluctúan entre 32 y 44 por ciento de aprobación.
En general, para explicar muchos de estos fenómenos el estudio
LATINOBAROMETRO 2005 señala que existiría una incongruencia entre, por un lado,
la cultura cívica, en términos de igualdad ante la ley, ejercicio de derechos,
cumplimiento con obligaciones, la percepción de un estado de derecho limitado, la
ausencia de un trato por igual y bajos niveles percibidos de representación y, por otro
lado, el nivel de las estructuras, en que se advierten una baja confianza en las
instituciones y un estancamiento en los niveles de apoyo a la democracia.
En esto de las instituciones es interesante constatar que las Municipalidades y la policía
son las dos instituciones mejor evaluadas en la región, por lo que existe también una
evaluación de la democracia en un plano bastante micro, es decir, en la realidad más
cercana a la gente, lo que contrasta con la mala evaluación de las realidades macro,
frente a instituciones como los partidos políticos, el parlamento y, muy especialmente,
el poder judicial, los que son percibidos como muy lejanos y ajenos a esa realidad
cotidiana.
En síntesis, el estudio de LATINOBAROMETRO concluye en que, a pesar de que a lo largo de la última década puede decirse que “todo cambia para seguir igual” (la desconfianza aumenta o se mantiene igual, la percepción en relación al estado de derecho no avanza, las expectativas crecen, los problemas prioritarios no encuentran solución y la participación política no se ha fortalecido); a pesar de todo lo anterior, “América Latina no abandona la democracia en ningún momento desde que se inicia” (a fines de los años 70), dirigiendo de paso una crítica, que tiendo a compartir, especialmente hacia sectores académicos e intelectuales, en torno al excesivo énfasis, en la pasada década, en la reforma económica, con olvido de la reforma política y los bienes políticos (y la democracia es un bien político). Coincide con esta última apreciación el estudio del PNUD ya mencionado al advertir cómo un cierto economicismo que tendió a predominar en los últimos años, unido a concepciones sobre “mercado impersonal” y “saber tecnocrático”, estarían volviendo la mirada sobre las instituciones y la política, de la que surge la necesidad de avanzar hacia una “democracia de ciudadanía” que garantice de manera efectiva la vigencia de los
derechos civiles, políticos y sociales, y que vaya más allá de la simple “democracia electoral” que hemos conocido en nuestra historia más reciente.
Lo anterior, sin ignorar que esta mirada sobre la política presenta sus propias tensiones y contradicciones. Así, por ejemplo, mientras catorce Presidentes han debido dejar el poder, interrumpiendo sus mandatos constitucionales por diversas razones, las doce elecciones que tienen lugar y que tendrán lugar de aquí a fines de 2006 demostrarían que, a pesar de todo, la democracia electoral aún se mantiene vigente. Porfiadamente, podríamos decir, los pueblos se resisten a una involución autoritaria y se mantiene una no despreciable legitimidad de los procesos democráticos en la región.
Cualesquiera sean las opiniones o reacciones que nos puedan merecer, refuerzan esta legitimidad democrática de los recientes procesos en América Latina las significativas mayorías electorales que han recibido, desde Luis Ignacio “Lula” da Silva, con más del 60 por ciento de los sufragios obtenidos en la segunda vuelta electoral, en Brasil, hasta el 54 por ciento que acabe de recibir Evo Morales, en Bolivia. Podría mencionarse también, por qué no, el más de 50 por ciento de los votos obtenidos por Hugo Chávez en el referéndum revocatorio realizado en Venezuela, cuya legitimidad fue avalada por la OEA, el Centro Carter y el Grupo de Amigos de Venezuela, y el 42 por ciento que acaba de obtener el “kirchnerismo”, en Argentina, muy superior al 22 por ciento
obtenido por el candidato Néstor Kirchner en la última elección presidencial.
Por cierto que se trata de procesos muy distintos entre sí, sin perjuicio de las aparentes similitudes, y por cierto también que está por verse, en todos ellos y en el resto de los
oce procesos electorales que tienen lugar en la región, la capacidad para mostrar
resultados concretos y tangibles, lo que incidirá en su legitimidad de ejercicio, pero lo
que nadie puede negar es la gran legitimidad democrática que encontramos en todos
ellos, como un aspecto de la democracia electoral a la que nos hemos referido. En
definitiva, todo esto es un tema sobre el buen gobierno y, como dice Peter Hakim,
Presidente del Diálogo Interamericano, en un reciente artículo, “el mayor peligro que se
cierne sobre la democracia en América Latina, no es la existencia de políticos
demagógicos, o de militares con ambiciones desmedidas, o de ideologías autoritarias.
La mayor amenaza es, a decir verdad, el desempeño mediocre contínuo --la inhabilidad
de los gobiernos democráticos para hacer frente a las más importantes necesidades y
demandas de sus ciudadanos”.

Muchos de estos procesos están tensionados por el dilema entre democracia o populismo, tanto en términos de los desafíos de democratización como de modernización, en la era de la post-guerra fría y la globalización. Aunque hasta ahora he evitado deliberadamente cualquier referencia al caso chileno, y aunque en la realidad que hemos descrito anteriormente no hay modelos que sean muy nítidos e indubitados, ni lecciones que se puedan traspasar mecánicamente de un país a otro, tal vez me atrevería a sugerir que si alguna característica podemos atribuir al caso chileno en nuestra historia más reciente, es la de haber levantado un dique de contención en relación a la tentación populista. La llamada “democracia de los acuerdos”, como una alternativa a la democracia populista y plebiscitaria ---también como una alternativa a la democracia simplemente mayoritaria-- y el “crecimiento con equidad”, como una
alternativa de desarrollo tanto al neo-liberalismo como al neo-populismo, son tal vez los dos aspectos más centrales y significativos de la experiencia chilena, en una perspectiva comparativa.

También podríamos mencionar el “suprapartidismo”, como una exigencia y necesidad mientras exista presidencialismo y multipartidismo, a fin de evitar el co-gobierno de los partidos, de tan triste memoria en el Chile de comienzos de los años 70; los roles tecnocráticos con legitimidad democrática y no simplemente como una realidad importada desde las aulas de la academia o las universidades, al interior de una pretendida acepcia política, como tantas veces encontramos en la región y, finalmente, mencionaría la existencia de un proceso de aprendizaje, a partir de las lecciones de nuestra historia más reciente, con su polarización y su tragedia.
De alguna manera, esta reflexión sobre la democracia en América Latina ha terminado siendo una reflexión sobre la cuestión de la democracia y el populismo, la que termina (Peter Hakim, “Dispirited Politics”, en Journal of Democracy, april 2003, Volume 14, Number 2, P. 17 122.) por constituirse en uno de los principales dilemas de la región en nuestra historia más reciente. Hemos planteado que, en definitiva, la creación y perfeccionamiento de instituciones políticas sólidas se convierte en el verdadero dique de contención en relación a la tentación populista y la cuestión de la calidad de las instituciones, la capacidad del sistema de dar respuestas a las demandas sociales en un período de aumento de las expectativas y la capacidad de expandir el crecimiento económico para sustentar lo anterior, se convierten en requisitos fundamentales para consolidar una democracia estable en América Latina.