Las bases éticas de la democracia
LAS BASES ÉTICAS DE LA DEMOCRACIA
Gonzalo F. Fernández
El 8 de febrero de 1939 en el Teatro Martigny de París, en momentos dramáticos para la historia de la humanidad ante la inminente agresión armada del nazismo, Jacques Maritain expresaba: “La democracia es algo más que una estructura administrativa, es una filosofía política. Las democracias occidentales deben retornar a su filosofía política, la jerarquía de los valores, un ideal histórico de amistad fraterna, y obtener la fidelidad de los ciudadanos, no con la intimidación y la constricción, como hacen los Estados totalitarios, sino a través del camino de la libertad y del espíritu”1.
Esa conferencia, publicada luego con el título “El crepúsculo de la civilización”, escudriñaba los motivos profundos del advenimiento de los totalitarismos y de la inminente conflagración mundial, los que encontraba en los mitos de Rousseau y en la “democracia fallida” del liberalismo individualista.
Entre los primeros, cabe mencionar la concepción del pueblo como una totalidad indivisible en el que se localiza la soberanía, y que se expresa a través de la voluntad general, supuesta expresión de la voluntad de todos sobre los problemas relacionados con su bien común; ella resolvía las naturales diferencias mediante el principio de la voluntad de la mayoría, a la que incondicionalmente deben someterse las minorías, que aparecen como incursas en el error y que han renunciado de antemano al derecho al disenso. Esta idea mítica constituyó una de las bases de las “democracias totalitarias”, en la original expresión del historiador israelí Jacob Leib Talmon2. Eran los regímenes políticos totalitarios del siglo XX, expresión de una despótica voluntad de supuestas mayorías que en definitiva eran del “intérprete”, sea el Führer, el Duce o el Secretario General del Partido único. Esta idea de democracia totalitaria o al menos autoritaria no ha desaparecido; con otros ropajes, generalmente presentados como más livianos, tiene fuerte vigencia, aun muy cerca nuestro.
Frente a los totalitarismos aparecía la debilitada democracia constitucional de cuño liberal individualista, originariamente integrada por “ciudadanos” tan racionales como formalmente iguales ante la ley, capaces de dejar de lado sus prejuicios, intereses y convicciones de toda índole en la consecución del interés general. A esa concepción le debemos la idea de representación política, del poder estatal limitado sometido a la Constitución y a la ley y garante de los derechos individuales.
Pero ella entró en crisis con la aparición de la “cuestión social” y la evidencia de que la igualdad ante la ley no garantizaba la igualdad real, que la sociedad está constituida por hombres concretos, con prejuicios, motivaciones afectivas, intereses divergentes y aun contrapuestos, cosmovisiones plurales que interfieren en la contienda política. Hay que reconocer que la democracia se reformuló a través del estado social de derecho, permitiendo que el estado deje su rol de árbitro impasible del conflicto social y que intervenga procurando que se alcance una aproximación a la igualdad real salvando el núcleo del estado de derecho. Sin embargo, los esfuerzos no fueron suficientes.
Sesenta y siete años después de las recordadas reflexiones de Maritain, la discusión sobre el problema de la democracia mantiene su vigencia. Aunque no sea éste el momento dramático que provocaba en el filósofo su angustiosa reflexión, no cabe duda que las sociedades están básicamente insatisfechas con las construcciones institucionales y los resultados de la gestión política de los regímenes democráticos.
No es casual que en la Ciencia Política se elaboren teorías para explicar la democracia; se discurre si en ella realmente se decide o si se elige entre élites; si los sistemas electorales son representativos o si distorsionan la voluntad popular; si los partidos políticos son canales de expresión popular o si son organizaciones que actúan al margen de ella; si las instituciones de democracia semidirecta son medios idóneos de decisión popular o sofisticados instrumentos de manipulación.
Más compleja es la situación de los países en los que las instituciones democráticas no encuentran arraigo. La mal llamada “clase política” está en franco descrédito; la indiferencia y el abstencionismo electoral son elevados; la ineficiencia o la corrupción, en vez de generar un mayor compromiso popular para procurar su destierro, generalizan la repulsa a los actores políticos para luego aceptarlos pasivamente, cuando no procurar obtener de ellos algún beneficio particular.
A menudo las alternativas autoritarias seducen a los votantes en una especie de pensamiento mágico de que eligen a un dios y no a autoridades tan humanas como ellos. En síntesis, la democracia retrocede o se encuentra enfrascada en vanos intentos de efectuar arreglos institucionales que le den mayor vitalidad.
Ante esta revista de las dificultades y fracasos de las democracias, cabe preguntarse si el problema medular no está más allá de las formas que la legislación prevea para la expresión de la voluntad popular.
Las bases éticas de la democracia
Es aquí donde cobra vigencia la reflexión maritainiana. En 19423, en una pequeña obra escrita en el exilio norteamericano que titulara “Cristianismo y Democracia”, advertía que “la tragedia de las democracias modernas consiste en que ellas mismas no han logrado aún realizar la democracia”4. Destaca aspectos de rigurosa actualidad, como que la democracia no expresa sólo una forma de gobierno sino que sobre todo es una filosofía general de la vida humana y de la vida política, y también un estado de ánimo; que los ideales democráticos exigen convencimiento y educación y no pueden ser impuestos con la fuerza; que la democracia es una suerte de manifestación temporal de inspiración evangélica, de modo que no basta con garantizar la libertad, sino que también hay que promover la justicia.
Hemos entrado así a considerar las bases éticas de la democracia, o sea, la savia que le da vida. Más sistemáticamente, y valiéndonos del pensamiento del filósofo que hoy nos convoca, pasaremos revista a algunas de las fundamentales.
El pueblo, la masa, la gente
El verdadero actor y destinatario de la democracia es el pueblo, al que debemos definirlo y diferenciarlo de otras dos categorías utilizadas en el lenguaje de las ciencias sociales y en el idioma cotidiano: la “masa” y la “gente”. Sin “pueblo” no hay verdadera democracia, aunque “las masas” se movilicen o “la gente” se exprese en las urnas.
“Pueblo es la multitud de personas que, unidas bajo leyes justas, por la mutua amistad, y para el bien común de sus humanas existencias, constituyen una sociedad política o un cuerpo político”. Son “miembros orgánicamente unidos que componen el cuerpo político”. “El pueblo es la sustancia misma, la sustancia libre y viva del cuerpo político”. Estos conceptos tomados de “El hombre y el estado” de Maritain, nos llevan a preguntarnos si en las sociedades modernas, y en especial las de nuestros países latinoamericanos, las personas están unidas bajo leyes justas; si la mutua amistad es un valor cultivado en la vida política; si el bien común es el objeto de la sociedad política; si lo que llamamos pueblo es realmente la “sustancia libre y viva” del cuerpo político, o por el contrario, constituye una “masa” indefinida, conjunto de individuos sin discernimiento o sin voluntad, a los que se manipula con la promesa o la dádiva.
También cabe diferenciar el pueblo de un vocablo trasladado al lenguaje político escondiendo un significado disvalioso: “la gente”. Según Henri Bars, es “la multiplicación de lo indefinido”. Es lo opuesto del pueblo, es la suma de individualidades cada una ocupada de lo suyo; es la expresión del tipo social de esta “modernidad líquida” según expresión de Zygmut Baumam caracterizada por la fluidez e inconsistencia de las relaciones sociales, en la que “el nosotros es simplemente un conglomerado de yos”.
Recuperar el sentido de pueblo como conjunto orgánico de personas libres y responsables, es crear “ciudadanía”, o sea, personas ocupadas y preocupadas por los problemas de la “ciudad”, que son al mismo tiempo “sus” problemas, y con voluntad de ser protagonistas. Ello requiere del respeto por el otro, por su libertad y por su dignidad, desterrando todo tipo de manipulación, lo que se logrará mediante la educación para la libertad y el civismo.
La autoridad en la democracia
El significado legítimo de la autoridad no es “construir poder” como se ha puesto de moda decir, pues éste es la sola fuerza para obligar a obedecer, sino el derecho a mandar, a ser escuchado y obedecido por los demás. En “El hombre y el Estado”, Maritain nos recuerda que la autoridad pide poder, pero que el poder sin autoridad es tiranía. En la democracia, el pueblo no renuncia a su autoridad, el derecho lo conserva de modo permanente pues de Dios la ha recibido para regirse de manera inherente. Sin embargo, ante la imposibilidad práctica de su ejercicio colectivo, la delega temporalmente en sus elegidos, para que la ejerzan dentro de ciertos límites bajo fiscalización popular; el gobernante la recibe sólo en vicariato, un encargo del pueblo. En este tema, prolijamente desarrollado en “El hombre y el Estado”, Maritain sólo agudiza, según sus propias palabras, la teoría política de Santo Tomás de Aquino, en la forma desarrollada por Cayetano, Belarmino y Suárez en los siglos XVI y comienzos del XVII.
Cabe reflexionar cuál es el comportamiento de los gobernantes en las democracias modernas respecto del pueblo, si obran como si la fuerza inherente al poder tiene por límite su propia discrecionalidad, o si las construcciones siempre débiles y susceptibles de ser transgredidas de las formas institucionales constituyen el único reaseguro en contra de la expansión del poder, o si, por el contrario, los gobernantes actúan con conciencia de estar administrando una fuerza que no les es propia, que están cumpliendo un encargo emanado de la voluntad popular para procurar la realización del bien común.
De igual modo, cabe preguntarse si el pueblo es conciente que es propio de la naturaleza social del hombre el que exista la autoridad, pero que ella le pertenece y debe exigir rendición de cuentas a los gobernantes de la administración de ese preciado bien colectivo, y obra en consecuencia, asumiendo el debido compromiso cívico.
Una democracia en la que a menudo se encuentran formas de sortear tramposamente las limitaciones que el pueblo ha establecido mediante las instituciones, o en la que la pasividad o permisividad ciudadana revelan una cultura cívica proclive a dejarse avasallar por el poseedor por naturaleza transitorio del poder y la autoridad, es ciertamente una democracia frágil.
La igualdad
Otro de los basamentos del ideal democrático es la igualdad. Cada persona es un ser irrepetible y único, tiene una personalidad propia e intransferible y un destino personal, es un universo en sí mismo. Sin embargo, todos compartimos la dignidad esencial de pertenecer a una misma naturaleza humana y de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. Ése es el verdadero origen de la igualdad esencial de todos los hombres de donde se deriva que todos tenemos los mismos derechos fundamentales.
Su formulación jurídica es la de la igualdad ante la ley, que dista de ser igualdad en la vida real. Hay desigualdades que surgen de la naturaleza, pues no todas las personas tienen iguales capacidades o condiciones, las que se entrecruzan con desigualdades sociales de jerarquía, influencia o riqueza.
Un régimen democrático, además de garantizar el acceso igualitario al pleno goce de los derechos fundamentales, debe prever al menos dos compensaciones a las desigualdades antes referidas. Por una parte, una estructura social abierta que asegure la movilidad sobre la base de la igualdad de oportunidades; por la otra, una igualdad de proporción que consiste esencialmente en la realización de la justicia.
Maritain lo explica con precisión: “La igualdad de proporción tiene un papel capital en la población [...] Por el hecho de que la igualdad no concierne al hombre abstracto sino a las personas concretas, necesita llegar en cierta manera, [...] al campo de esas mismas desigualdades: se transforman entonces en la igualdad de proporción característica de la justicia distributiva, la cual trata a cada uno según sus propios méritos. Al procurar ajustar todas las desigualdades, la justicia restablece a la igualdad bajo la forma de la identidad relativa en el tratamiento de cada uno, o a la viviente armonía, y llevando de esta manera los desiguales a la igualdad, asegura la base indispensable sobre la que se levanta la amistad cívica. Resumiendo, si la igualdad está en la raíz y la desigualdad en las ramas, será una nueva especie de igualdad la que por las comunicaciones de la justicia, de la amistad y de la humana compasión, se establece en cuanto fructifica”.
Las desigualdades basadas en la riqueza son riesgosas para la democracia, ya que un mínimo de bienestar para todos brinda seguridades para ejercer la libertad. Aunque no era de su campo específico, Maritain incursionó en reflexiones sobre el dinero, el capital y el trabajo, las que deberían constituir la base para una reelaboración de la cuestión a la luz de las transformaciones profundas de los sistemas productivos y de distribución de riqueza, que, en detrimento de la igualdad, se están dando en el proceso de globalización.
Maritain refiere que, “en vez de ser considerado como un simple alimento que sirve para el equipo y el aprovisionamiento de materiales de un organismo vivo como es la empresa de producción, el dinero es considerado como organismo vivo, y la empresa con sus actividades humanas como alimento e instrumento de éste: de manera que los beneficios ya no son el fruto de la empresa alimentada mediante el dinero, sino el fruto normal del dinero alimentado por la empresa”. Tales reflexiones, que datan de 1930, se complementan con una dosis de optimismo que le despertó la movilidad ascendente que observó en la segunda post guerra, que lo llevó a afirmar: “Filosóficamente hablando, diré que el provecho individual aún sigue siendo, como lo será siempre, un estimulante humano indispensable, pero que está a punto de perder su primacía absoluta, y que el principio de la fecundidad del dinero está reemplazado ahora por el principio de la participación en los beneficios a través de una asociación contractual”. Seguramente su optimismo habría cambiado en estos días; la participación en los beneficios ha retrocedido o no se ha concretado, como en nuestro país donde está constitucionalmente reconocido desde 1957 pero nunca ha sido puesto en práctica, y la distancia social entre los que más tienen y los que tienen menos, se ha acentuado sustancialmente.
Es por eso que cabe repensar la necesidad de construir un nuevo régimen que tenga en cuenta la realidad económica que hoy nos interpela, surgida de los procesos de globalización y de la nueva revolución tecnológica, para que el “humanismo económico” cuya construcción proponía Maritain, sea una alternativa viable, el que invariablemente se basará en el destino universal de los bienes, reconociendo que la propiedad privada se justifica sólo en el trabajo que es su raíz próxima. Porque hoy, como entonces, “el problema de las condiciones de trabajo y de la justicia en la organización del trabajo así como en el reparto de los frutos es el problema fundamental de la vida social”, ya que si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma, como dijo San Pablo (II. Tesalónica, III, 10).
En suma, la democracia no puede ser sólo política. También debe ser social.
El pluralismo
La democracia no puede prescindir de reconocer que el pluralismo religioso, político y social es un dato de la sociedad moderna. Cabe por ello asegurar su plena vigencia sin que conspire contra el bien común de la sociedad, de la que quienes componen esas realidades plurales forman parte. Otra vez pedimos ayuda al filósofo, quien ubica en su sitio exacto el problema. Pluralismo no es relativismo, porque es un error “concebir la sociedad democrática como un simple campo en el cual todas las concepciones sobre las bases de la vida común, incluso las más destructoras de la libertad y la ley, encuentran solamente la pura y simple indiferencia del cuerpo político [...]. La democracia burguesa del siglo XIX fue neutral incluso con respecto a la libertad. Así como no tenía un bien común, tampoco tenía un pensamiento común auténtico”. Es por ello, afirma, que los países abrumados por la propaganda fascista, racista o comunista, carecieron de una fe común que les permitiera resistirse a la desintegración.
Para que convivan las distintas ideas e intereses en el marco de la pluralidad, es necesario un acuerdo práctico sobre la vida en común. En “El hombre y el Estado” Maritain recuerda que durante una de las reuniones de la Comisión Nacional francesa de la UNESCO en la que se discutían los derechos del hombre, alguien se asombró al advertir que partidarios de ideologías muy antagónicas habían llegado a un acuerdo sobre la redacción de la lista de dichos derechos. “Sí, contestaron, estamos de acuerdo sobre esos derechos con tal de que no se nos pregunte el por qué. Porque con el “por qué” empieza la disputa”.
Así, “una democracia genuina importa un acuerdo fundamenal de las opiniones y las voluntades sobre las bases de la vida en común; [...] debe contener un credo humano común, el credo de la libertad”. De él dependen la comunión nacional y la paz civil. “Lo más importante en el seno del cuerpo político es que el sentimiento democrático se mantenga vivo por la adhesión racional, aunque diversa, a esa carta moral”. Y agrega: “Ciertamente, es de suprema importancia para el bien común que los axiomas prácticos que integran la carta sean ciertos en sí. Pero el estado democrático no juzga a aquella verdad, sino que nace de ella, reconocida y afirmada por el pueblo”. A modo de ejemplo se enuncian como pertenecientes a ese credo común los derechos y libertades de la persona humana; derechos y libertades políticas, derechos y libertades sociales, derechos y deberes de la persona con su sociedad familiar, libertades y obligaciones de ésta respecto al cuerpo político, derechos y deberes mutuos entre los grupos y el estado; funciones de la autoridad en una democracia política y social, obligaciones morales con respecto a las leyes justas como a la Constitución, exclusión de la posibilidad de recurrir a los golpes de estado en una sociedad que es realmente libre y que se halla regida por leyes cuyo cambio depende de la mayoría popular, igualdad humana, justicia entre las personas y el cuerpo político y viceversa, amistad cívica y fraternidad, libertad religiosa, tolerancia recíproca y mutuo respeto entre las comunidades espirituales y escuelas de pensamiento, convicción cívica y amor a la patria, reverencia hacia su historia y herencia, obligaciones de cada persona respecto del bien común, deberes de cada nación hacia el bien general de la sociedad internacional, conciencia de la unidad del mundo y de la existencia real de una comunidad de pueblos sobre el planeta.
Hagamos un juicio sobre la vigencia de todos y cada uno de estos derechos y deberes, esenciales para una democracia que no sea meramente formal. La respuesta nos dará un parámetro cualitativo de la vida democrática en el mundo, en el continente y en nuestro propio país.
El problema de los medios
El problema de los fines y de los medios es el problema básico de la vida política. Es que los medios de que se vale la política, su moralidad, licitud, eficacia, siguen siendo hoy, como antes, un problema de “nuestro” tiempo. Los asuntos que le conciernen se presentan con nuevos ropajes y sus actores cambian; pero su naturaleza persiste.
Nicolás Maquiavelo ha sido el pensador que con su descarnado “realismo”, al desvincular la política de toda relación con la Etica, ha introducido un giro copernicano en sus reglas. Ha dicho el escritor norteamericano Max Lerner que la política de poder existía antes de que se oyera hablar de Maquiavelo y existirá siempre, pero que él elevó a teoría la práctica común de los poderes políticos de todos los tiempos. Después de él desapareció todo sentido de culpa por el obrar injusto, en la medida en que se lo considere necesario para alcanzar los fines propios de la política. En su desnudo empirismo, Maquiavelo no ha podido ver en el hombre la imagen de Dios. Si los hombres son sólo bestias gobernadas por la codicia y el miedo, el Príncipe debe ser un animal de presa dotado de inteligencia y cálculo. El miedo y la astucia son los supremos instrumentos para obtener y ejercer el gobierno.
Con tales premisas, el abismo que separa la política de la moral es insuperable. Maritain se rebela con fuerza contra ellas. No admite que lo moral sea algo “ingenuo”, una “víctima desarmada y mentalmente débil”, porque –y son sus palabras, “la estupidez nunca es moral”. Nos recuerda las complejidades que encontramos en la vida y cómo al hombre se le presentan verdaderos dilemas: la necesidad de utilizar a veces especiales energías, incluso la fuerza, para hacer valer la justicia; de tolerar situaciones injustas para evitar males mayores; de utilizar cierto grado de disimulo en determinadas circunstancias para evitar situaciones de riesgo a la seguridad o a otros valores de la convivencia, lo que no es lo mismo que el uso sistemático de la mentira.
La política es un arte en el que la elección de los medios debe hacerse en medio de grandes dificultades e inconvenientes, por lo que frecuentemente no puede hacerse libremente, ya que estamos condicionados o constreñidos por una realidad que no podemos cambiar. Maritain llama “necedad” pensar lo contrario. La justicia política rechaza los medios que son condenados por la ética política verdadera, lo cual no quiere decir que debamos aferrarnos a las propuestas de un hipermoralismo pseudoético que desconoce la naturaleza humana y la realidad social.
En Maquiavelo, entonces, hay una concepción puramente artística de la política. Maritain nos recuerda, en cambio, que la política no es una ciencia “del hacer” sino “del obrar”, y que por tanto contiene una suma de arte y técnica. De allí que el primero haya legado observaciones y preceptos verdaderos pero en una perspectiva equivocada.
A partir de Maquiavelo, entonces, habrán dos modos de ver el fin de la política: el suyo, como conquista y conservación del poder utilizando cualquier medio en la medida de su necesidad. El otro, en palabras de Maritain, el de la de la naturaleza de las cosas, que es el bien común de un pueblo unido, bien que es material, moral e intelectual. El bien común, que es bueno en sí mismo, tiene su cimiento en la justicia y en la amistad cívica. Por tanto, lo que para Maquiavelo son los medios normales de la política, como la mala fe, la perfidia, la mentira, la crueldad, en tanto sean “útiles” al poder, para Maritain son en sí mismos nocivos al bien común. Nunca es lícito hacer el mal para obtener un bien de cualquier especie.
La política es intrínsecamente moral, y por ello la primera condición es que sea justa, aunque no conduzca al éxito inmediato. Su verdadero éxito es la realización del bien común, en cuya realización se irá avanzando y aportando los valores reales de la civilización.
Cuando un gobernante sacrifica todo por ver con sus propios ojos el triunfo de su política, es un mal gobernante y pervierte la política. Maritain es muy duro en su juicio, cuando a lo anterior agrega: “aun cuando no tenga ambición personal y ame desinteresadamente a su país: porque mide el tiempo de maduración del bien político conforme a los breves años de su propio y personal tiempo de actividad”.
Cabe, sin embargo, una precisión: una política no-maquiavélica es una manera de no cometer injusticias, pero no es un medio para hacer reinar la virtud. No le pidamos a la política que haga a los hombres santos y virtuosos; pidámosle que construya sociedades justas.
Una política humanista no es ni teocrática ni clerical, ni tampoco se caracteriza por una debilidad pseudoevangélica. El político debe ser conciente que actúa en el orden de la naturaleza y debe poner en práctica virtudes naturales, armado de un objetivo de justicia real y concreta, que no excluye la fuerza ejercida con perspicacia y prudencia.
Vista desde la perspectiva colectiva, las virtudes morales son la verdadera alma de las sociedades, su fuerza espiritual, lo que las hace fuertes. El ejercicio de la justicia en el marco de la amistad cívica y de la fe, constituye la esperanza de su resurgimiento interior. Los pueblos que no cultivan y fortalecen esta fuerza, que admiten disvalores como la injusticia y el mal, corren hacia la disgregación, y con ello hacia la destrucción de sus Estados.
En conclusión: los intentos de perfeccionar las instituciones para hacerlas más representativas serán vanos si no se entiende y se vive la democracia imbuida de los elementos reseñados, que la transforman de una simple forma de gobierno en una verdadera forma de vida.
1 Piero Viotto, Jacques Maritain - Dizionario delle Opere, Publicación del Instituto Internacional “Jacques Maritain”, Ed. Città Nuova, Roma, 2004, pág. 208.
2 J. L. Talmon, Los orígenes de la democracia totalitaria, Ed. Aguilar, Madrid-México-Buenos Aires, 1956.
3 Cristianismo y democracia. Para este trabajo hemos utilizado la edición de Biblioteca Nueva, Buenos Aires, 1955.
4 Op. cit., pág. 33.
El hombre y el Estado, Edit. Kraft, Buenos Aires, 1952, pp. 40,41.
Henri Bars, La política según Maritain, Edit. Nova Terra, Barcelona, 1964, pág. 114
La modernidad líquida, F.C.E., Buenos Aires, 2003.
El hombre y el Estado, op. cit., págs. 147/160.
Principios de una política humanista, Editorial Excelesa, Buenos Aires, 1946, pp. 81/82.
Religión y cultura, Desclée de Brouwer, 1930, pp. 89-90, citado en Henri Bars en op. cit., pág. 126.
Reflexiones sobre América, Fayard, 1958, citado en Henri Bars, loc. cit.
Cuestiones de conciencia, Ed. Desclée de Brouwer, 1938, pp. 138, 108, citado en Henri Bars, op. cit., pp. 130/131.
El hombre y el Estado, op. cit., pág. 131.
Ibidem, loc.cit..
Ibidem, pág. 133.
Ibidem, pág. 69.
Para el desarrollo de este tema, seguimos la obra Principios de una política humanista, según la edición mencionada en la nota 10