La Reforma: Una Mirada
LA REFORMA POLÍTICA: UNA MIRADA DESDE LA CULTURA POLÍTICA(*)
Por Gonzalo F. Fernández
Prof. Titular de Derecho Político
Facultad de Derecho y Cs. Sociales U.N.C.
El balance de la democracia restaurada en 1983 arroja un importante déficit de calidad institucional. Ella dista de ser republicana, lo que exige, además del origen electivo de las autoridades, requisitos institucionales y de comportamiento como la subordinación a las normas legales, división y equilibrio de poderes, sistema de partidos que facilite el juego de gobierno y control, competencia política y alternancia en el poder. Señalemos algunos hechos que denotan la fragilidad de nuestras instituciones: 1) un progresivo aunque irregular proceso de deslegitimación institucional, especialmente producido por la ineficacia en la gestión de los sucesivos gobiernos en alcanzar logros que satisfagan las expectativas económicas; se expresó en la entrega anticipada del gobierno por el Presidente Alfonsín, y en la crisis que desplazó al Presidente de la Rúa; 2) un sostenido proceso de concentración del poder político, que ha convertido nuestro fuerte presidencialismo en un hiperpresidencialismo, claramente advertido en la presidencia del Dr. Menem antes y de Kirchner ahora, a través de sus respectivas calidades de liderazgo político, pero también en el abuso de atribuciones constitucionales creadas por la reforma constitucional de 1994, como los Decretos de Necesidad y Urgencia y las facultades de legislación delegada, que han convertido al Congreso de la Nación en una pálida apariencia de poder del Estado, y en sospechosa de parcialidad a la Corte Suprema de Justicia; 3) un frecuente doble standard en los comportamientos políticos: unos son los objetivos declamados y las normas dictadas, y otros los objetivos realmente perseguidos y las prácticas utilizadas; 4) la permanente vigencia de “estados de emergencia” que se renuevan y amplían desde el gobierno del Presidente Alfonsín, con la consiguiente imprevisibilidad que acarrean; 5) la falta de un sistema de partidos estable que organice la representación y la participación, defina los interlocutores políticos de gobierno y oposición y posibilite la alternancia en el ejercicio del poder, hasta ahora imperfecta y frustrada.
La crisis de representatividad de la democracia de partidos se expresó agresivamente en las elecciones de octubre de 2001 con un alto índice de abstenciones, y el llamado “voto bronca”, por los votos en blanco o anulados en cantidades inusuales. Poco después, la crisis se llevaba un Presidente constitucional mientras la reacción popular se expresaba en la consigna de “que se vayan todos”.
Esa explosión pareció hacer entender a la dirigencia política de la necesidad de introducir profundos cambios en las instituciones y en los comportamientos. La “reforma política” se constituyó en un objetivo reiteradamente declamado, plasmado en proyectos legislativos, tema de discusión en variados escenarios, y uno de los puntos centrales de búsqueda de consenso en la Mesa del Diálogo Argentino.
Durante el lapso de histeria colectiva del año 2002, afortunadamente sorteada dentro de la legalidad formal, parecía ser urgente evitar que el sistema político fuera arrasado por alternativas improvisadas que se vociferaban desde las asambleas barriales o por los nuevos actores políticos que se expresaban en formas colectivas no convencionales.
El aluvión de críticas y propuestas, desopilantes algunas, razonables otras, no se ha plasmado en la voluntad seria de reconstruir las instituciones sobre bases sólidas. Misteriosamente, aliviada la opinión pública con el aflojamiento de las tensiones, la reforma política dejó de ser una prioridad de la dirigencia y del reclamo popular. No sólo no se fueron todos sino que se quedaron casi todos.
Como en 2002 urgía mostrar voluntad de cambio, se insertó en el Código Nacional Electoral el procedimiento de elección de candidatos mediante internas abiertas, simultáneas y obligatorias, idea que a mi juicio es mala copia de las elecciones primarias abiertas en algunos Estados norteamericanos. Pero no se dio la prometida recuperación de la cercanía entre votantes y partidos que se lograría por ese método, suspendido supuestamente “por única vez” porque los padrones del partido oficialista no habrían sido “fiables”, detrás de lo cual se escondía la nula voluntad política de respetar los resultados que arrojara la elección interna de candidato a Presidente de la Nación. El entonces mayor partido de oposición, en cambio, realizó esos comicios, en un episodio electoral a la postre escandaloso.
Todo terminó con una elección presidencial que aplicó un sistema electoral que no figura en los estudios comparados del tema: el de los “neolemas”. Imposible es comprender que un solo partido político pueda presentar varios candidatos simultáneamente, y que sus votos no se sumen, como en la ley de lemas; pero nada es imposible para la imaginación argentina, capaz de afirmar la vigencia de instituciones reducidas a parodias. La solución fue que el partido en cuestión no concurriera a elecciones pero sí el “movimiento” a través de tres alianzas electorales de partidos pequeños o “virtuales”, existentes sólo en los papeles por haber fenecido su vida real y subsistido su personería legal, con tres candidatos distintos y sus respectivos proyectos, marcadamente diferentes.
Hay muchos otros aspectos de la frustrada reforma política, como la subsistencia de problemas de financiación de las campañas electorales, pese a la ley 25.600; la persistencia y aumento de prácticas clientelísticas; la interminable discusión sobre el sistema electoral más apropiado, etc.
Pero busquemos una explicación a tanta distorsión y dilación.
La cultura política
Cuesta entender que, pese a la excelencia de nuestro sistema constitucional y legal, a la vocación democrática expresada en todos los ámbitos, al elevado nivel educacional en la sociedad, fracasemos en la tarea de construir sólidas instituciones y prácticas políticas democráticas y republicanas.
Estimo que una visión apropiada para la comprensión al menos parcial del tema, consiste en analizar nuestra cultura política. La utilización de este concepto en el estudio de los comportamientos políticos es relativamente reciente. En 1963, Gabriel Almond y Sidney Verba compararon a cinco países de distinta tradición política y sus conclusiones se publicaron en la obra “La Cultura Cívica”. Allí afirman la existencia de una relación causal entre la cultura política preexistente y el desarrollo de instituciones políticas democráticas y de actitudes y orientaciones psicosociales de la población hacia el sistema político. Sostienen que la llamada “cultura cívica” brinda el sustrato cultural adecuado para la democracia porque presupone la combinación de ciudadanía racionalmente participativa, la confianza y cooperación con la autoridad, y la moderación en la competencia.
En realidad, esas apreciaciones están expresadas de uno u otro modo en la literatura política clásica. Aristóteles afirma la conveniencia de una forma mixta de gobierno en la que predominen las clases medias, porque al estar ampliamente distribuida la riqueza, es la más proclive a obedecer a la razón. Maquiavelo destacaba en sus “Discursos sobre la Segunda Década de Tito Livio” la importancia de la religión para los romanos de la república, de quienes decía que temían más quebrantar un juramento que la ley. Montesquieu atribuye los éxitos de la república romana a la pasión patriótica de sus ciudadanos y la corrupción del Imperio a la superación de las virtudes simples de la república por las conquistas, el comercio, los despojos y la influencia de culturas y religiones extrañas. Rousseau utiliza términos como “moralidad”, “costumbres”, y “opinión” a las que trata como una clase de ley más importante que la ley propiamente dicha porque está enraizada en los corazones de los ciudadanos. Tocqueville afirma que las “costumbres”, los “hábitos del corazón”, la “total condición moral e intelectual de un pueblo” están entre las causas generales de la estabilidad de la república democrática en los Estados Unidos del primer cuarto del siglo XIX.
La cultura política de los argentinos
Pasemos revista a algunos aspectos de nuestro modo de ser, costumbres y hábitos, que repercuten negativamente en la orientación hacia el sistema político y sus instituciones.
- El valor de la ley.- Es muy especial el significado y valor que los argentinos le atribuimos a la ley. Por un lado, está una suerte de pensamiento mágico: se cree que una vez sancionada, la realidad se ajusta automáticamente a ella, por lo que se legisla constantemente. Así existe una producción inflacionaria de normas de toda jerarquía que desbordan las posibilidades de conocimiento jurídico. La realidad no cambia pese a ellas.
Pese a esta aparente confianza en la ley como transformadora de la realidad, la experiencia diaria nos indica que no tenemos mucho apego a ella. Carlos Nino tituló uno de sus libros “Un país al margen de la ley”. Dos expresiones arraigadas en el inconsciente colectivo denotan nuestro comportamiento transgresor, la búsqueda de todo tipo de excepciones a las normas, la generalizada conducta de eludir y evadir impuestos y otras cargas, y otras conductas que a veces ni siquiera se tienen como ilegales. Una de esas expresiones viene de lo profundo de la conquista española: “Se acata pero no se cumple” decían los colonizadores para eludir el cumplimiento de las leyes de Indias; “hecha la ley hecha la trampa” es nuestro dicho popular que indica que siempre hay un resquicio para eludir su cumplimiento. Como no se tiene en alta estima el orden jurídico, tampoco se lo tiene por el cumplimiento de las reglas de juego en el orden político, que es lo que le da legitimidad racional a las relaciones de poder, según nos enseñara Max Weber.
Cuenta el escritor Marcos Aguinis en su ensayo “El atroz encanto de ser argentino” una anécdota expresiva de esto: “Un argentino paseaba por una ciudad de España. Conducía un auto alquilado mientras hacía chistes sobre los gallegos. A toda velocidad pasó una luz roja. El motorista de la Guardia Civil lo persiguió, lo alcanzó, lo hizo detener y preguntó: - Usted es argentino, ¿verdad? – Sí, soy argentino. Pero ¿qué pasa, viejo? ¿Nada más que los argentinos pasamos con luz roja? – Pues no. Pero sólo los argentinos ríen cuando lo hacen...”
- La viveza criolla.- Es la expresión del culto del éxito como producto de la picardía y no del esfuerzo. No es tan importante ser meritorio por capaz o esforzado, sino por “vivo”. Por eso es admirado quien se enriquece por su habilidad y no por su trabajo; el abogado que maneja intersticios procesales para dilatar un pleito y no quien expone con ciencia y conciencia sus razones en la lid; el político que oculta la verdad para triunfar porque si es sincero no gana las elecciones. Nuestra cultura política, por tanto, es proclive a tolerar la maniobra astuta, sea en el modo de confeccionar una boleta electoral para lograr el “efecto arrastre” de un candidato popular hacia los otros; o cómo se conforma una lista para disimular algunas presencias; o cómo se transmite un mensaje efectista.
- Individualismo y estatismo.- En el estudio que sobre la cultura política y opinión pública en la transición a la democracia publicara Edgardo Catterberg en su libro “Los argentinos frente a la política”, destaca que “una de las características más salientes de la cultura política argentina es la simultánea presencia de actitudes individualistas y estatistas en el grueso de la población”. El argentino, dice, está dispuesto al esfuerzo individual, pero simultáneamente exigirá del Estado la una acción protectora de sus intereses, pero no porque le corresponda buscar el bienestar general, sino porque de él espera una respuesta a sus necesidades o intereses particulares. Su correlato político es que los grupos de presión son más importantes que los partidos políticos. Cada sector ve al país por la lente de sus propios intereses, y todos esperan del Estado, no que establezca reglas de juego claras y estables a las cuales sujetarse, sino el favor a través de la norma de excepción o del subsidio encubierto.
La autoridad, entonces, no es quien legítimamente ejerce el poder para el conjunto, sino el “poderoso” al que hay que arrimarse para lograr alguna ventaja. Estaba en la filosofía del Viejo Vizcacha en el Martín Fierro que había que hacerse amigo del Juez para tener “un palenque ande rascarse”. De allí que se valora ser “amigo”, o tener “influencia” en el Ministro Mengano o el Gobernador Zutano.
- El caudillismo.- No desconozco la enorme significación de intérpretes de las necesidades de su pueblo que tuvieron los caudillos del siglo XIX. Tampoco ignoro la importancia de los liderazgos carismáticos en la política moderna, aun en países con altos índices de conciencia democrática. No se me escapa que la videopolítica potencia la exposición mediática de un puñado de personas. Pero la creencia de que el líder, el Presidente, el Gobernador o el Intendente es un todopoderoso que tiene la posibilidad de solucionar todos los problemas, los generales y los particulares, desnaturaliza la función del liderazgo político; es otra faceta de esta especie de pensamiento mágico que denota falta de madurez cívica y que fomenta el prebendismo y el clientelismo, la lucha de facciones, la baja autoestima como ciudadanos. Los argentinos no tomamos conciencia que elegimos presidente, legisladores, gobernador o intendente, pero que no elegimos a un dios.
- Falta de actitud vital positiva hacia la política.- Sidney Verba, en el capítulo conclusivo de la obra colectiva “Cultura Política y Desarrollo Político”, desarrolla la idea de que la dimensión horizontal de la identidad nacional es el sentimiento de identificación e integración con los ciudadanos, y particularmente la dosis de fe y confianza en los miembros activos del sistema político, lo que redunda en mayor capacidad de acción de las autoridades que son obedecidas sin necesidad de recurrir a la coacción y una mayor disponibilidad para el trabajo cívico y la unión de esfuerzos en organizaciones o grupos informales.
Entre nosotros el nivel de desconfianza es muy elevado; se percibe al gobernante o dirigente como “corrupto” o “insensible”, y al conciudadano que no pertenece al propio grupo como un enemigo actual o potencial. El ex profesor de esta casa Rodolfo Barraco Aguirre escribió en su libro “Detrás de las crisis”, expresa que se trata a los demás “no como socios en una empresa común, sino como enemigos a los que hay que eliminar”. La lucha política así, se presenta con frecuencia como una contienda total y definitiva: los “sanos” contra los “corruptos” es la más generalizada, pero nuestra historia conoció los contrastes de la “patria” contra la “antipatria”, el “pueblo” contra la “oligarquía”, la “causa” contra el “régimen”, la “subversión” contra “la civilización occidental y cristiana”, etc.
- El apoliticismo.- Consecuente con lo anterior, y pese a algunas explosiones participativas, el argentino no es afecto a la política, no tiene demasiada conciencia de su trascendencia, con demasiada facilidad cae en la desilusión y el repudio sin comprometer su esfuerzo para la construcción de alternativas. El “no te metás”, “la política es sucia” son expresiones populares representativas de esa falta de compromiso. No se explica de otro modo que dirigentes políticos con alto grado de consenso en las elecciones y en las encuestas de imagen, tengan dificultades para construir sus estructuras políticas. Esa mentalidad priva al país del concurso de personas capacitadas y honestas.
En una entrevista publicada ayer 10 de noviembre en el diario “La Nación” el politólogo italiano Gianfranco Pasquino dice que la política italiana es “antipolítica”. Afirma que “...los italianos nunca tuvieron bastante interés por la política. Nunca tuvieron bastante información, nunca intentaron instruirse políticamente. Siempre pensaron que el Estado era no un instrumento para cambiar las cosas, sino un enemigo. Por lo tanto, los italianos pagan poco los impuestos, son bastante corruptos, utilizan la corrupción también en las relaciones con los políticos, son proclives a trabajar para sí mismos y trabajan mucho cuando trabajan para sí, pero cuando trabajan para el Estado trabajan poquísimo...” Parece estar refiriéndose a nosotros. Al contestar la pregunta por el peor defecto de la política italiana, responde: “La fragmentación en posiciones que mucha veces son personalistas, egoístas. Es decir: la incapacidad, como la de la Argentina, de producir un proyecto, en cierto sentido, nacional...”
Interrogante final
He destacado algunos rasgos de nuestra cultura política que conspiran contra la reforma política. Sin embargo, no debo concluir con una sensación de fatídico determinismo de la imposibilidad de cambio. Los estudios de la Alemania de post guerra y de la España postfranquista, han demostrado que la acción de una dirigencia esclarecida, con un programa claro de objetivos realizables desde la democracia constitucional, generan en la población cambios sustantivos en su cultura política, que a su vez refuerzan la vitalidad de las instituciones.
En tal sentido, y relacionado con el tema central de este Seminario, quiero destacar el valor instrumental pero personalizante del voto electrónico. El Brasil, con un nivel cultural muy inferior al nuestro, comenzó a experimentarlo en 1996 deliberadamente como un método de erradicar prácticas fraudulentas y viciosas y como una forma que facilitara el voto al elevado número de analfabetos. Contrariamente a lo que puede pensarse, con una adecuada pero sencilla difusión, le da más garantías a los sectores más vulnerables en su libertad de sufragio. En 2002, sólo seis años después, más de 110 millones de brasileños elegían presidente, gobernadores, diputados y senadores, en más de 414.000 urnas electrónicas situadas en más de 5000 municipios.
Nuestro sistema de boletas partidarias es obsoleto, del siglo XIX, y ha sido sustituido en buena parte de los países democráticos por el método de la cédula única o por medios mecánicos y ahora por el voto electrónico. La significación política de esos métodos es muy grande. Obliga al elector a un acto personal de marcación de su decisión, lo que requiere de su atención y por ello de alguna reflexión. Ya no basta la actitud casi pasiva de introducir una boleta prediseñada en un sobre. Ello implica que deberá informarse más de las distintas opciones, y obliga a los partidos, candidatos, autoridades electorales y gobiernos, a una campaña de difusión de todo lo que se vota y cómo se procede. Cualquier diseño que requiera un acto de atención por parte del elector, educan al ciudadano, implica una mayor calidad en su decisión, una expresión más libre de su voluntad. Es un importante elemento de educación cívica y de construcción de ciudadanía que coadyuvará a la modificación de algunos de los rasgos más negativos de nuestra cultura política, por lo que merece el más entusiasta apoyo.
(*) Ponencia presentada en el Seminario “Voto electrónico y reforma política” realizado en la Facultad de Derecho y Cs. Sociales de la U.N.C. los días 11 y 12 de Noviembre de 2004, organizado por las Cátedras de Derecho Electoral y Derecho Parlamentario de esa Facultad.